Está claro que la solución a la enorme brecha catalana no es ponerse a cantar el caraalsol por las esquinas de las plazas mayores de media España. Ni de locos. Lo sucedido en Cataluña el domingo es gravísimo. La peor crisis institucional en España desde el 23-F del 81. Y, la verdad, no tranquiliza nada Rajoy saliendo por la tele a decir que no ha habido referéndum. Ay, la esfinge, siempre la esfinge. Rajoy colocado de perfil y a la espera de que la coyuntura mundial, el cambio de viento o vaya usted a saber qué, le arregle los problemas. Pues esta vez ni llevando a las Fuerzas de Seguridad del Estado, acción que sólo ha servido para echar más leña al fuego. Inaudito e increíble. Desasosiego, tristeza, impotencia, dolor. Así se siente el español medio.
Puigdemont es un sedicioso, un golpista y un traidor. Y, junto a él, todos los cargos públicos que le han seguido en el proceso independentista. Rajoy les ha dejado hacer demasiado tiempo y se le han subido a las barbas. El gallego se ha quedado helado a mitad de la escalera. Como siempre. Ya lo dijo el Tribunal Constitucional hace tiempo al señalar que los sediciosos que siguen a Puigdemont estaban cometiendo una serie de delitos gravísimos. Sí, y para frenarles se llenó Cataluña de fiscales, jueces, secretarios judiciales, policía judicial, Guardia Civil y Policía Nacional. Una invasión democrática en toda regla. ¿Y para qué ha servido todo esto?
Sólo para demostrar al ciudadano medio que la Ley –con mayúsculas- no es igual para todos. Puigdemont se salta todas las prohibiciones del Tribunal Constitucional y las alertas de jueces y fiscales, y sigue libre, provocando y retando al Estado. Un chorizo roba una gallina y se le aplica con dureza la Ley –con mayúsculas-. ¿Qué hacemos con un Gobierno y con un Estado que es incapaz de aplicar la Ley?, ¿dónde ha quedado el efecto ejemplarizante? ¿Cuándo y por qué se ha vaciado de contenido la Constitución?
Es la quiebra no sólo del Estado sino, lo que es más grave, de lo que lo sustenta, es decir de la Ley, y, por supuesto, de la máxima Ley que es la Constitución. Rajoy ya ha dejado claro que no todos los españoles somos iguales ante la ley. Hay catalanes que traicionan al Estado y a la Constitución y siguen libres. Un robaperas es cazado con las manos en la masa y se pasa dos años en la cárcel. ¿Dónde está la proporcionalidad? ¿Qué puede pasar si ahora la otra España, la que aguanta carros y carretas, se conjura y decide que no paga el IBI de sus casas como ejercicio mimético de lo que sucede en Cataluña?, ¿qué haría Montoro? La respuesta es sencilla, que haga lo mismo que con los sediciosos catalanes, es decir, nada. Estamos ante la subversión total.
Esta quiebra de la Ley y del Estado nos lleva a la última pregunta: ¿Y, ahora, qué hacemos? Si aplicamos la teoría de Rajoy, nada, absolutamente nada, esperar a ver si llueve y se acaba la sequía; es decir, mirar para otro lado, visto el fiasco de la Guardia Civil y de la Policía Nacional del domingo en Cataluña. Si aplicamos la teoría de Puigdemont, pues también claro: Viva Cartagena, el cantonalismo y quien salga el último que apague la luz. Damos carpetazo a España y nos repartimos, bueno, se reparten, el botín.
Ya, en serio, ¿qué hacemos? ¿qué debe hacer nuestro Gobierno? ¿qué deben hacer los partidos constitucionalistas? Estas preguntas centran los debates de los españoles de bien en estos días. Y la inmensa mayoría, del Ebro para acá, concluye que se debe aplicar la Ley con todas sus consecuencias y aplicar las decisiones a rajatabla del Tribunal Constitucional y del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Esperar a que Puigdemont declare la república catalana desde el balcón del Parlament puede ser demasiado tarde.
Una vez más hay que rescatar a los clásicos, en este caso a Cicerón: ¿Hasta cuándo, oh Rajoy, abusarás de nuestra paciencia? Sí, Rajoy, que Puigdemont hace ya tiempo que la agotó. Miedo me da lo que pueda suceder en los próximos días.