Una portuguesa en La Cepeda

En estos tiempos cepedanos de agravios y desagravios, reivindicaciones históricas y geográficas, conmemoraciones centenarias, amén de electorales, en los que todo vale sea una misa o una columna, que tanto da, me viene al caso la primera vez que llegó La Cepeda a mi consciencia.

Y lo fue a causa de una amiga de esas del alma que además era portuguesa. A la que, evocándola, escribí un poema incluido en uno de mis libros (Camino inevitable, Endymion, 2001, págs. 55-56) y titulado “De Portugal viniste”.

Pues es el caso que un contertulio, en Madrid, de una tertulia literaria de leoneses –otro día contaré por qué formaba yo parte de la misma– cargada, sin yo ser consciente de este segundo apellido, de cepedanos y que solamente citaré a uno: Eugenio de Nora, me pidió una colaboración para un libro coral que publicaban en su terruño, allá por Astorga, y que resultó ser Versos a Oliegos, desagravio anual a este pueblo y tierra de urces y ferreñales –homenaje que daba por entonces sus segundos o terceros pasos–, sucumbido bajo pantanoales aguas franquistas en los años cuarenta de aquella era, tan remota que ni siquiera yo había nacido.

Comenzaba el poema con una entradilla: Como los fados, como el oportuno vino a veces verde, como los vientos que mueren cuando pasan… para adentrarse en la evocación de un primer encuentro (acaecido realmente en los años setenta): En la barra de aquel bar, con tu mirada alerta, / adivinando el oro mezquino que se oculta, / cierto, en forma de deseo, casi en tu mano, / no importa la envoltura, ya lo coges, ya es tuyo.

Sigue la evocación con el origen explícito de mi dama, musa en algún momento, incluso con referencias claras para quien haya deambulado por los andurriales lisboetas: De Portugal viniste, las piedras en tus ojos / de tu calle angosta, con la bolsa medio llena / de carmín y de esperanza, de besos a la venta / cuidadosamente almacenados en tu boca.

El poema continúa con dos breves estrofas más, que le ahorro al lector, habida cuenta de mi interés en que continúe leyendo esta historia que es, por lo menos, simpática y a ella vuelvo.

Ofrecí a mi contertulio el libro citado para que extrajera de él mi colaboración, que por lo visto no tenía por qué ser inédita al no tratarse de un concurso literario. Y así lo hizo.

Tiempo después –no recuerdo cuánto porque el tiempo en el mundo de los libros no es el mismo que rige nuestras vidas– llegó a mis manos un ejemplar de Versos a Oliegos (Lobo Sapiens, 2003) y, como es normal, fui directamente a localizar mi colaboración que, en efecto, allí estaba, junto a otras treinta y cinco, que se dice pronto. Aprovecho para decir que en aquel momento casi todos desconocidos para mí y hoy, una docena de años después, los conozco a todos, más para bien que para mal, que hasta tengo entre ellos grandes amigos.

Mi sorpresa, y no daba crédito a lo que vi, como no lo daría hoy si no tuviera el libro delante, fue la transformación de mi casquivana portuguesa en cepedana de pro. En el índice, y acompañando mi nombre, estaba mi colaboración: “De La Cepeda viniste”.

 

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