No sé que hora es. Todo está oscuro. No sé a ciencia cierta qué es lo que me ha despertado, aunque tengo la sensación de que ha sido algo así como un lamento lejano. Da igual, ya no importa. Lo que importa son los ruidos que oigo desde la cama. Mi madre se ha levantado y se ha encerrado en la cocina. Lo sé por el hilo de luz que se cuela por la puerta entreabierta de mi dormitorio. De repente sale y vuelve a entrar en su habitación. Ruido de mechero, olor a cigarro. Oigo como cierra la puerta. Escucho. Me llegan murmullos apagados, sordos, pero incluso en ese leve sonido que llega hasta mi almohada puedo notar el peso de la preocupación.
Algo pasa y eso que pasa está relacionado con aquel lejano lamento que me despertó. Me digo que no es nada, cosas de mayores, seguro. Me doy la vuelta, de espaldas a la luz, e intento conciliar otra vez el sueño… pero no puedo. La angustia me empieza a morder las entrañas. ¿Qué pasa? Da igual, cierra los ojos, duerme, que mañana hay cole, me digo a mi mismo sin una pizca de convencimiento.
Mamá sale, vuelve a encerrarse en la cocina. Por la puerta abierta de su habitación noto como se desliza el humo del cigarro y las negras nubes del desasosiego. No puedo más, tengo que saber qué es lo que pasa. Me levanto, sigo el hilo de luz hasta la puerta de la cocina. El cristal traslúcido me devuelve su silueta borrosa, sentada, encorvada, con el codo apoyado en la mesa y la mano sujetando la frente. Abro la puerta, mi madre me mira. La acompaña un café y otro cigarro en la mano.
-Vete pa la cama, neno, que mañana hay que madrugar.
La miro ahí sentada, con su inseparable bata rosa, el cigarro temblando en su mano y el nescafé con agua y leche todavía humeando.
-¿Qué pasa, ma?- le pregunto con la inocencia de los chavales de once años.
– La ambulancia.
Mala señal. A pesar de ser un niño sé lo que significa. Me asomo a la cristalera que da al balcón. Se ven puntos de luz en las casas que se agrupan alrededor de la falda del Pico Castro. El pueblo está en alerta. Mi padre no está en casa. Le tocaba turno de noche. Mi madre me repite que vuelva a la cama. No le hago caso. Sigo mirando por la cristalera, preguntándome si alguno de mis amigos estará ahora mismo como yo, despierto, angustiado, queriendo reconfortar a su madre pero sin saber como hacerlo. Lo que es seguro es una cosa. Antes de que empiece el día uno de nosotros, uno de esos niños o niñas que acompañan a sus madres en la cocina esperando unas noticias que no llegan, se verá asaltado por un dolor tan inmensamente devastador que la tristeza verterá su manto oscuro por todo su ser, anegando todo a su paso, y no sabrá si lo que está viviendo es real o solo un mal sueño hasta que el transcurrir de las horas primero, y de los días después, deje el poso de aquel dolor en su alma, acompañándole por siempre.
Suena el teléfono. Mi madre sale despedida hacia la habitación y yo despierto de mi letargo. Es Manolita. Su marido es vigilante. Son como hermanas, toda la vida de amigas. Mi madre vuelve a la cocina. Ya no tiene la cara crispada y la mano ha dejado de temblar. El alivio, que todo lo puede, le devuelve la tersura de su cara. Se sienta, enciende otro cigarro y apura el café.
-Vete pa la camina, anda.
No me atrevo a preguntarle quién fue. Me basta con saber que no ha sido mi padre. Le doy un beso y me encamino hacia el dormitorio. Mi hermano sigue durmiendo, con sus demonios acechándole en los sueños. Me acuesto e intento dormir, pero todavía no soy capaz. No puedo dejar de pensar que ahora mismo, en otra cocina, habrá un mujer llorando y a su lado un niño, o una niña, con el alma rota hasta la muerte.
No puedo llorar por ellos pero noto como mi alma envejece un poquito más mientras me va venciendo el sueño.
No me entero cuando mi padre vuelve a casa, con los ojos tiznados de carbón y tristeza. Tampoco noto cuando se abraza a mi madre y quizás, no lo sé, los dos lloran en silencio.
Al día siguiente en alguna de las clases habrá un pupitre vacío, y los niños seguiremos con nuestras lecciones y nuestros juegos en el recreo. Y la noche pasada será eso, pasado, una noche cualquiera en un valle minero.