Hay historias que no recoge ninguna tradición popular, que nunca se han contado en los calechos ni
en los filandones, historias que están ahí, flotando en el inconsciente colectivo esperando a que
alguien las recoja y las haga suyas. La historia que hoy he hecho mía me habla de un pasado remoto
en el que los seres humanos, que eran muy poquitos, vivían todos juntos en un mismo lugar, una
fértil llanura bañada por un río jovial y caudaloso. Todas las tardes, antes de la cena, todas y todos
se reunían a la orilla del río y cantaban canciones y contaban historias, y se escuchaban unos a otros
con gran atención y agrado. Así pasaban los días, que se fueron haciendo años, que se convirtieron
en décadas y que terminaron en siglos. A medida que la población crecía, la memoria se hacía más
corta y ya solo unos pocos mantenían la tradición de la orilla del río. Algunos se aventuraban tierra
adentro y volvían al cabo de un tiempo contando lo que habían visto a quien quisiera escucharlos.
Unos contaban lo bellos que eran los atardeceres en las tierras del sur y otros hablaban de la serena
majestuosidad de las montañas del norte o del inmenso verdor de los lejanos bosques del oeste.
Atraídos por las historias, la gente se fue marchando de aquella llanura fértil. Unos hacia el sur,
otros hacia el norte y algunos más hacia el oeste. Con el pasar de los años el río, y la vida, fueron
perdiendo su inocente jovialidad y los negros sentimientos aprisionaron el alma de cada ser
humano. Había que buscar responsables, así que se fueron echando la culpa unos a otros de la
infelicidad que sentían en sus corazones. De la culpa surgió el odio y del odio las barreras. Las
barreras trajeron consigo fronteras y con las fronteras llegaron las banderas.
La gente del río, la del monte, la del sol y la del bosque se volvieron a reunir a la orilla del río pero
ya nadie escuchaba, sólo se gritaban y ondeaban sus banderas cada vez con más fuerza, cada vez
con más fiereza. Y cuando ya el odio era tan insoportable que apenas ni se podía respirar, el río
lloró, lloró por dentro, lloró tan amargamente que por entre las entrañas de la tierra surgió un
atormentado quejido de tristeza y rabia, y la tierra se resquebrajó separando las banderas y los
corazones, partiendo en cuatro trozos aquella llanura inmensa en la que el ser humano se había
olvidado de ser feliz…
Dicen que toda persona lleva dentro de sí una historia, y que cada historia lleva dentro de sí una
verdad. En estos días de banderas y patriotas le doy las gracias a esta historia olvidada por haber
venido a visitarme, por besarme en la cabeza y decirme que la cuente, que no importa quien la lea,
que solo la cuente para que, de poquito a poco, la inocente jovialidad de la existencia se nos vaya
colando por entre los agujeros negros de nuestras almas desgastadas.
Una historia olvidada
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