Usaba un mono de peto, parecía un americano perdido en un pueblo de Arizona en los tiempos de la Gran Depresión. Había tenido cáncer de laringe, llevaba un vendaje blanco en el cuello, que le daba aspecto de doctor de almas y cuerpos de automóviles. Hablaba poco, con su voz rota, y recibía con interés y cariño cada coche destrozado que llegaba a su negocio, que era al aire libre, en un solar de la calle Antolín López Peláez de Ponferrada, esquina con la plaza de Fernando Miranda. Cerca de aquel solar había una casa con un patio delante, contiguo a la calle, donde solían jugar cantando unas niñas al atardecer.
El chapista era viejo y trabajaba mucho. Y si era viejo en 1960, cuando yo lo veía, es que habría nacido hacia 1890, algo así. Daba golpes con maestría en el duro metal abollado. Golpes a veces muyfuertes, no había otro remedio entonces. Daba golpes aquel hombre que había nacido cuando no había coches, solo algunos prototipos en París o en Alemania.
¿De dónde habría venido? ¿Parecía extranjero porque hablaba muy raro por el cáncer, o porque era efectivamente un extranjero? Tenía una sonrisa fabril y serena. Aquel hombre se ganaba la vidarecuperando coches que se habían estrellado contra un árbol, contra otro vehículo; o que habían caído por un terraplén. Algunos de esos coches los conducían personas que habían muerto en el accidente. Yo miraba con mucha curiosidad aquellos automóvilesdeformados, y un día descubrí unas cuantas gotas de sangre, petrificadas en un salpicadero de color gris. ¿Quién habría viajado en aquel coche; qué le pasó, dónde fue el accidente? Me hubiera gustado saberlo, pero no me atrevía a preguntarle nada a aquel señor viejo y tenaz que hablaba de un modo tan raro y que parecía muy serio. Aunque toleraba que yo anduviese por allí, mirando coches y herramientas. Con mucha timidez y respeto.
Un día trajeron para reparar un camión no muy grande, pero sí muy viejo. De los que tenían el motor delante de la cabina. Era de color verde, llevaba la palabra Perkins en el radiador, y tenía una caja de madera muy gastada. Vino entonces un hombre que conocía al chapista, se pusieron a hablar un rato. Recuerdo que el chapista le dijo al visitante que aquel camión había estado en la guerra. Para mí entonces la guerra era una palabra que tenía poco sentido, aunque algunas veces mi abuela decía en casa que algo había sucedido “antes de la guerra”. Yo tenía siete años, solo conocía la paz y los días interminables del verano, cuando más me acercaba a ver al chapista trabajar con sus coches. Quedaban luego muy bonitos, recién pintados, dulcificados los efectos de los martillazos con una masilla de color crema que el chapista pegaba y alisaba sobre los desperfectos mejor o peor enderezados.
Entonces no podía ni imaginar que aquel camión tal vez había estado en el frente del Ebro, o en la revolución de Asturias, confiscado por los militares. O que había transportado cuerpos de soldados muertos. O que había avanzado por alguna carretera de llena de barro y de baches, huyendo de algún bombardeo.
Luego me fui a mi casa, que estaba muy cerca. Mientras caminaba, seguían sonando los martillazos de aquel hombre al que nunca vi con ninguna mujer, ni con ningún hijo, aunque supongo que los tendría. Él trabajabaa solas cada día, hasta el final de la tarde. Tenía que llegar muy cansado a casa. Seguramente se lavaba, cenaba y se acostaba pronto. Su primer sueño le llegaría aún entre la memoria de los martillazos. Golpes y golpes que tal vez le ayudaban a olvidar el sonido doloroso de su memoria.
CÉSAR GAVELA