Le conocí una noche en un bar de la calle del Reloj. Era el ya remoto 1972, y yo era un joven lector y tímido, estudiante y enamoradizo aunque sin amor. Iba con amigos a beber algún vino, solía ser acogedor con personas desconocidas, que me abordaban y me contaban su vida. A veces lo que tenían que decir era poco interesante, pero solía aguantar el envite. Luego callaban y se iban. A mí me parecía un modo curioso de estar en la noche de Ponferrada, refugio para los que nos encontrábamos un tanto descolocados en la ciudad durante las horas del día, como era mi caso.
En aquella velada de mis 18 años conocí a Tribulete. No sabía que le llamaban así, nunca sabría su nombre de pila. Sencillamente, me encontré con un hombre aún veinteañero que me fue desgranando diversas reflexiones que eran un gracioso batiburrillo de borrachera y filosofía. Utilizaba las palabras con propiedad, tenía su cultura; no se parecía a otras personas vagabundas a las que el alcohol derrota. Su discurso tenía rasgos propios de un lector de textos estrafalarios. Entablamos una larga conversación, mientras él se bebió varias cervezas. Recuerdo que me dijo que vivía en la Borreca Alta, cuando yo no sabía exactamente donde estaba la Borreca Alta. Ni la Baja. Y, en realidad, tampoco lo sé bien ahora, aunque siempre tuve una vaga idea de su emplazamiento. No lejos de las vías del tren y del puente Mascarón, barruntaba y barrunto.
Me contó que vivía con su madre, y de su vida ya no me dijo nada más. Porque la charla se internó en asuntos de un vago budismo y de otras extrañezas, que me resultaron interesantes. A partir de entonces nos vimos algunas veces, siempre casualmente, y él me seguía contando sus aventuras, en ocasiones relacionadas con sus rituales melopeas. Concretamente, me habló de algunos lugares en los que había despertado, ya bajo la luz del sol, después de dormirse al aire libre, bebido hasta las trancas. Eso sucedía en las afueras de Ponferrada, en algún pueblo cercano, en algún prado.
En los dos o tres años que lo traté, siempre ocasionalmente, fui constatando su deterioro. Luego mejoró algo, no sé si porque estuvo militando en una organización religiosa no católica; algo así medio recuerdo. Lo que no olvidé nunca fueron sus gafas con espejos. Ni su aspecto de hombre alto y bien parecido. Vestido con una gabardina que llevaba habitualmente en los largos inviernos bercianos. Siempre lo recuerdo con esa gabardina; se ve que no coincidíamos en los veranos.
Un buen día me fui de la ciudad y ya no volví a verle. Tampoco coincidimos en mis breves regresos a Ponferrada. Pregunté alguna vez por él, y todo lo que me dijeron quienes le conocían era que seguía por ahí, con su beber y su marginación. Era un romántico triste de la noche de una pequeña ciudad con dos ríos, un castillo y su patrimonio lírico de dolor y de alegría. Pero a Tribulete le correspondió más el dolor, como a tantos otros. Dolor de la memoria, dolor del presente, dolor de la vida. Y evasión de la misma a través del antiquísimo camino del alcohol.
Guardo un último recuerdo de Tribulete, allá por la primavera de 1974. Era un día lluvioso, yo estaba en la cama, serían las dos de la mañana. Escuché entonces un cantar poderoso y etílico, mezclado con palabras solemnes y con risotadas bajo la lluvia. Me acerqué a la ventana, subí la persiana y vi, solitario en la avenida de España, a Tribulete caminar en dirección hacia el puente de los trenes. Con su gabardina eterna, con su melancolía infinita, con el clamor beodo en su cuerpo. No se guarecía del agua, que caía fuerte, no hacía otra cosa que canturrear y avanzar, en ocasiones dando tumbos. Parecía ir hacia la nada. Y me dejó una tristeza grande, una tristeza húmeda de madrugada.
CÉSAR GAVELA