Doble rostro el de Astorga en las devociones de la gente. Catedral, palacio episcopal, iglesias y antiguo seminario para los inciensos y letanías hacia las alturas y los estoicismos de la fe, uno de ellos. Un monte majestuoso, el Teleno, para el paganismo hedonista de los sentidos, para el dios que se ve, el tótem, el ídolo. Impúdico; no se oculta, se luce, ahí el otro. Y no son cara y cruz de la misma moneda. Al contrario, complementan divinidades: se miran sin desafío
El Teleno toma las distancias justas de su urbe capital. Está para mirarlo en esa dimensión a mitad de camino entre el gozo y el sobrecogimiento. Adquiere el encuadre equilibrado para ser visto sin bajar ni elevar los ojos, como se contempla lo más humano y cercano. A lo recíproco, él nos otea bajo las mismas reglas.
Milenios asentado en su atalaya de poniente. Y, sin embargo, no hay día que nos ofrezca un matiz, por leve que sea, diferente. Atardeceres rojos como colofón al día soleado, en los que se averigua el arrebol del cansancio o de la inocencia. Bufandas y velos lo ocultan como doncella virtuosa en la invasión de nubes y neblinas. Las blancas nieves lo visten con la falda larga del vestido de protocolo en las invernadas rudas, o con el desenfado de las minifaldas juveniles que dejan ver las laderas, sus piernas imaginadas, en los asomos primaverales, en el albor del nuevo ciclo vital de cada año. Rayos y centellas en las tormentas teatralizan las metafóricas iras de su deidad pagana.
Este monte es un fabricante de sueños, euforias y melancolías. La observación lejana, como inalcanzable, desde la balaustrada de la muralla es palanca de inspiraciones y ensoñaciones que parecen venir de sus dominios, siempre envueltos en el misterio sensual de lo que se muestra sin enseñarlo todo. El Teleno es un libro sagrado que narra el tiempo al ritmo de las cadencias parsimoniosas detenidas en la grandeza de ser viejo y nunca dejar de ser joven.
Es mi primera visión del día cuando estoy en Astorga. Su entorno anticipa las inquietudes de la jornada. Abro la puerta de mi casa y entra en ella como una esperada visita. No irrumpe a la manera del conquistador. Se deja recibir con la cordialidad debida al amigo. Muchos de ellos seducidos con esa presencia y esencia impresionantes y cálidas al tiempo.
ÁNGEL ALONSO