A escribir no se viene para hacer amigos porque no se escribe para agradar. No se puede escribir con cobardía, sino templando y mandando, con la prosa firme, las ideas claras y que llame para quejarse el político de turno o la señora de al lado a la que por lo visto maltraté sus geranios en un artículo. Todo esto me ha pasado, no lo niego, lo uno y lo otro. Y desde entonces cuando llama algún político por la mañana le digo que no lo tome tan a pecho, que siempre podría ser peor y haber hablado de sus geranios…
Escribir artículos es una profesión de riesgo que sólo la entiende el que la ha practicado. Ir a decir las verdades incómodas que nadie quiere escuchar con el primer café de la mañana. Consiste en perder más lectores de los que se ganan, porque los hay que sólo leen para que les den la razón cuando para lo único que se escribe es para llevar la contraria. ¿Qué sentido tiene si no? No se me ocurre otro método mejor para pensar, pero sucede que muchos ya no quieren ni intentarlo. No se pueden decir las verdades a medias, si no entonces no se está escribiendo, como mucho agradando.
Escribir es decir en León que la independencia regional es un delirio supremacista y en el Bierzo que no son gallegos por mucho que les duela. Explicar en Valladolid que no hablamos el mejor castellano del mundo, en Madrid que hay más España en provincias y en Barcelona… En Barcelona sólo conviene rendir tributo a los constitucionalistas. Ideas suicidas, de un romanticismo sadomasoquista, porque escribir es precisamente así. Jugarse el tipo por una mezcla de placer y vocación. Jugarse la vida por un folio en blanco, aunque nadie lo entienda. Ser un Sísifo que cada mañana vuelve a lo mismo y contar en él una historia a la que nadie te obliga, pero que uno no puede dejar de escribir. Vivir atado a la columna, santísimo Cristo de la actualidad que no sale en los periódicos.
Escribir es dar un hueco a los desheredados y compartir con ellos la soledad cuando se termina un buen artículo y nadie más entiende la euforia. Esas ganas de todo, de querer comerse el mundo, de necesitar montar un fiestón y meterse en la cama con los ojos como platos cuando lo único que se quiere es abrir una botella de champán.
Así llego a esta columna. Ésta es mi forma de escribir. Tienen hojas de reclamaciones a su disposición; en la letra pequeña puede leerse: “¡Gracias por contribuir a mi mala reputación!”