Sólo muere el cuerpo

Reflexión ésta a la que nos ha conducido la visita de estos días al cementerio astorgano en una de cuyas tumbas está dicha frase. Bien es cierto que no será un lugar muy propicio de esparcimiento y ocio, pero uno aparte de estas tradicionales jornadas, de vez en cuando, tiene la costumbre de dar un rabiscazo por el camposanto. Buen lugar de reflexión y con el silencio suficiente para la meditación sea o no trascendental. Visitas más frecuentes, ahora que se trabaja en esa ampliación tan necesaria y tan bien entendida en su concepción por esa joven arquitecta que es Yolanda.

Y es que un recorrido por los diferentes cuarteles (no sé por qué esta denominación) y tumbas nos habla de la pequeña historia, ya muerta, pero historia, de nuestra ciudad. Porque allí entre los centenares, los miles de tumbas cuyos nombres nos resultan desconocidos, se puede ir siguiendo el rastro de la vida ciudadana desde hace más de un siglo.

Allí están si no las cenizas, sí la memoria de aquel responsable político de Salamanca, muerto a la temprana edad de 40 años, que ocupa el nicho de uno de los templetes de entrada al recinto; tal vez la más antigua. Y te salen al paso nombres de insignes periodistas, como los dos Revillo, el de Nicesio Fidalgo o sus hijos Ernesto y Arfiro, de El Pensamiento los primeros y de La Luz los segundos.

Políticos como los Núñez y Gullón ensamblados en las letras con Ricardo el primero y hasta ahora único académico que hemos tenido en esa república del escribir. Allí está la memoria de un amigo como Esteban Carro junto a ilustres canónigos y militares; hombres de letras, de armas y de oración.

Allí está la memoria de los hermanos Panero; no están sobre el mármol blanco los versos que Leopoldo dejó escritos para su epitafio, pero sus familiares supieron recoger la profundidad del poeta y su sentimiento religioso amplio con la frase No estoy solo yo/ me acompaña en luz/ la pura eternidad de cuanto amo. Que todos los sábados y él lo dejó escrito …bebió mucho y amó mucho. O al otro extremo de la tumba las palabras de Juan, el malogrado, a quien el nuevo mundo se le abrió demasiado pronto para desgracia de las letras astorganas. Así pensaba el mayor de los hermanos y así está grabado: Un nuevo mundo nos abre ahora sus puertas con la luz y el silencio profundo de lo eterno”. Las dos palabras clave en los escritos de ambos hermanos; dos palabras en las que creían y esperaban: la luz y la eternidad.

Y te saldrán al paso las memorias de alcaldes astorganos, de historiadores como Matías Rodríguez, la arqueología representada por José María Luengo, o novelistas como Aragón Escacena. Panteones familiares amplios como los ya citados, los Goy, Herrero o Nistal de viejas raíces astorganas; tumbas con bellas esculturas de anónimos autores o esa Piedad, bellísima, llena de ternura maternal, el dolor de la muerte en su rostro, creada por el amor y el arte de Castorina.

Y te puedes topar con ese pensamiento que sobre la lápida de otro ilustre astorgano, Lope María Blanco Rodríguez de Cela, da título a este escrito. Ya en otra ocasión hemos expuesto aquí los poderes de don Lope, titular del Paseo de la Muralla, coronel de ingenieros, fundador del grupo escolar que lleva su nombre y miembro destacado de una familia amplia en la vida política y social de Astorga.

Con su pensamiento, con su verso, cerramos estas líneas de recuerdo a estas jornadas pasadas, mientras esperamos que antes de un año se pueda disponer de la ampliación del cementerio y así ordenar, un poco, el caos actual. Esto pensaba Blanco Cela:
Morir!

Sólo muere el cuerpo frío

que el mar redujo a la nada.

El alma no. Vive y subió

para ser por Dios juzgada”.

Publicado en El Faro Astorgano en 1.996 en recuerdo y memoria de Martín Martínez.

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