Hay un día en que la infancia nos deja, digo la infancia mágica. Ese día nos convierte en otras personas, aunque sigamos siendo niños. Es la fecha en que el dolor se descubre, y la maldad de los hombres malos; y de las mujeres, que de todo hay. Probablemente mi inocencia terminó el día que mataron a Soledad Sembranes. Una niña de doce años estrangulada con una cuerda en la calle del Rañadero de Ponferrada, y después apuñalada en el pecho. Yo conocí esa historia, prudentemente falseada por mi madre. Dulcificada para un niño cuyo mundo era su casa, sus padres, sus hermanos y una enorme familia esparcida por la Puebla de Ponferrada. Mi vida de niño era, también, el parque de la MSP, algunos recuerdos del mar de Asturias, descubrir los coches nuevos que se iban comprando en el barrio, y los niños amigos de la escuela de doña Lucrecia Canal, en la calle de Diego Antonio González. Un local que, por cierto, aún existe.
Mi madre estaba muy impresionada cuando me narró los hechos. Tenía que contárselos a alguien, acababa de conocer la noticia, le quemaba, y yo era su hijo mayor, aunque solo tenía siete años. Ella venía de comprar en la plaza de Abastos, y allí le habían referido la tragedia. Mi madre me contó que habían matado a una muchacha. “Se llamaba Soledad”, precisó, y esa frase suya, “Se llamaba Soledad”; quedó en mí, ya no la olvidé nunca.
Le pregunté por qué la habían matado y ella dijo que por no creer en Dios; no encontró otra explicación para aquel niño tímido y curioso. Y como a mí me pareció inconcebible el motivo, y como mi madre advirtió mi extrañeza, concretó luego que el culpable de aquella muerte le había dicho a Soledad que si creía en Dios la mataba, y ella, como una mártir, ratificó su fe, y fue asesinada.
Esa historia la tuve por buena hasta que llegué a la pubertad y supe cosas que no podía entender a los siete años. Luego la memoria de Soledad se fue difuminando y yo muy pocas veces regresaba a su recuerdo. Pero siempre estaba ahí, como un doloroso arcaísmo. Como la causa de la primera conversación de mayor que mantuve en mi vida. Aquella Soledad Sembranes, la niña castellana de Castroponce de Valderaduey, a la que dio muerte un muchacho gallego. Un malvado que, cuando salió de la cárcel, volvió a matar a otra mujer en 1980, también en Ponferrada, en esta ocasión a una heroica vendedora de libros. El mismo psicópata que, de nuevo libre tras cumplir su segunda condena, atacó a una señora, esta vez en León. Insaciable sujeto favorecido por la honrada benevolencia de nuestras leyes penales.
Pero vuelvo atrás, a lo lejos. A Soledad Sembranes, que había venido al Bierzo para atender a una señora de edad, doña Catalina. Vuelvo a su vida breve, a su muerte atroz. Vuelvo a mi madre, a sus palabras. Ella acudió en la mañana cruel a la calle del Rañadero. También me contó que habló con un policía, que abandonaba en ese momento la casa del crimen. Y que aquel policía, lo recuerdo nítidamente, le había dicho que le había dado una gran paliza al presunto asesino. Todo sórdido y terrible: una lluvia de realidad para aquel niño de la Avenida de España. Y ahora estoy viendo a mi madre, su relato escucho, en la mañana trágica de la ciudad pequeña.
CÉSAR GAVELA