A lo largo de todo el mundo la cruz se identifica con el cristianismo. No siempre fue así. Este vínculo universalmente conocido se lo debemos a los romanos cuyo imperio tenía un derecho que también en su momento se podía considerar en cierta medida universal, al menos para los romanos que dominaban gran parte del mundo conocido.
Pero, a diferencia de lo que representa hoy, para los romanos la cruz era el más infame de los métodos para dar muerte a los condenados a la pena capital. Aquí es dónde el bueno de Jesús terminó sus días bajo un suplicio y torturas solo reservadas para los más canallas de la sociedad romana.
Cosas de la vida, el principal potro de tortura y de estigma social que era la infame cruz se transformó en un símbolo de redención y consuelo. Nunca ningún instrumento de tortura se había convertido en útil de paz y amor. Los romanos, tan prácticos ellos, no pudieron prever consecuencias tan determinantes para la humanidad derivadas de la aplicación de su derecho penal.
La inmensa mayoría de las personas desconocen absolutamente el derecho penal del imperio romano en tiempos de Jesús, pero nadie se queda impasible ante una cruz, con Cristo o sin Él, tal es su fuerza. Su simple presencia alterna cualquier entorno, los paisajes cambian, su simbolismo lo impregna todo independientemente de nuestra voluntad.
La cruz ha servido de asidero a creyentes, agnósticos, ateos e incluso a sus enemigos como razón de vida, en definitiva a todos para dar un sentido a sus actos. Muchas veces también ha servido para que los que se encontraban enfrentados a ella, la reencontraran en los momentos más difíciles de sus vidas, confesado por ellos, no es afirmación mía. Otros, por el contrario se ha alejado progresivamente de su amparo. La cruz promueve nuestra libertad de elección.
Y es que la cruz, si la colocamos en horizontal, comprobaremos que es una encrucijada de caminos. Nos sitúa en el centro y nos da a elegir bajo la mirada atenta de aquel que se subió libremente a ella para pagar por nosotros siendo inocente. Ahí radica la fuerza de la cruz, aupándose en ella, Jesús redimió al hombre, lo hizo digno y libre nuevamente.
Donde hay una cruz hay esperanza y por eso es muy importante que no la releguemos al ámbito privado. La cruz es en estos momentos de tribulaciones, dificultades compartidas por todos, creyentes, no creyentes o cualquier otra categoría de personas que se nos puedan ocurrir, un símbolo de concordia, de apoyo mutuo y de respeto, cosas que son muy necesarias si queremos salir airosos de tantas dificultades.
Frente a una cruz que representa el sufrimiento, que también lo representa, debemos aferrarnos a una cruz de esperanza surgida precisamente del dolor, la enfermedad y soledad que hemos pasado y aún estamos padeciendo. Mientras la cruz esté presente en nuestras vidas hay esperanza.
La defensa de la cruz no debe conducir a un enfrentamiento con aquellos que quieren postergarla bajo el manto de un laicismo con la premisa de su ajenidad a lo religioso. Laicismo y secularización impuestas por una desafectación al compromiso del sentido transcendente de la vida, un intento de permanecer imparcial ante las tribulaciones existenciales del ser humano.
Frente al conflicto, la cruz requiere de firmeza en la fe, sin aspavientos, sin enfrentamientos porque la cruz acoge a todos, incluso a quienes la persiguen, que se lo pregunten a los romanos que pasaron de perseguirla adoptarla como símbolo del imperio.