“A tres que les preguntes, cuatro no te hablarán mal de aquel hombre” (Carpio Jarrín, año 2006).
Antes que Tarzán, antes que El Jabato, antes que Superman, mucho antes que Harry Callahan y muchísimo antes que el Almirante Kirk…, el abuelo Manolo fue el primer héroe de mi vida. Incluso antes que John Wayne, con su sombrero tejano, se hiciera acreedor del título estuvo mi abuelo con su boina (o con su gorra, como él la llamaba, que aquí no somos vizcaínos), con su pelo cano y con la entrega total y sin reservas a los nietos que le caracterizó desde que los tuvo.
Si bien el abuelo permanece de forma incesante en mi recuerdo es pasada la Semana Santa cuando más lo tengo presente. Llegado Santo Toribio aparecía en casa como un clavo, luego a las ocho de la mañana, sin que hubiera tenido tiempo de quitarme las pitañas; nos íbamos a pie, de avanzadilla, para pasar el día con los tíos de San Justo porque los demás de la familia irían más tarde en el autobús. El abuelo y yo marchábamos casi juntos y digo “casi” porque su capacidad para andar deprisa me superaba. Sólo nos deteníamos si le preguntaba algo relativo al camino como truco para que aminorase su paso de centurión y así concederme un respiro con tal excusa.
Además de héroe el abuelo fue amigo, mi mejor amigo, ese amigo interesante que sabe de todo con el que salimos a buscar grillos, a cazar jilgueros con liga o a buscar el trébol de cuatro hojas que al final acabamos encontrando. Convirtió mi infancia en un cuento maravilloso, en una aventura constante como aquellas de las “Joyas Literarias Juveniles” que él mismo me compraba cada domingo en el puesto del señor Ramón antes de tomar el “butano” donde Mundo, una casa de Pío Gullón en la que, a través de un corredor, se entraba a un bar tan inquietante y extraño como atrayente.
Abuelo Manolo era “maestro albañil”. Todo el mundo lo sabe porque trabajó para todo el mundo siendo maestro de paleta, llana y brocha gorda como lo era de tantas otras cosas. Me fascinaba ir con él de “pinche” cuando llegaban las vacaciones de verano porque con nada ni con nadie me lo pasaba mejor. Mientras él trabajaba yo corría mil aventuras descubriendo sobrecogedores desvanes repletos de enormes arañas y gatos gigantes, huertas que eran selvas tropicales repletas de fieras y de alguna que otra pelota “embarcada” e imposible de recuperar desde la calle, soleados tejados desde los que podía divisar perspectivas de la ciudad desconocidas y sorprendentes… Cierto día bochornoso de un estío cualquiera, mientras tocaba reformar un piso próximo al cine Capitol, se me ocurrió postularme como sucesor: “abuelo, esto a mí me gusta mucho así que quiero ser albañil como tú y dejar de estudiar”. Fue en esa ocasión cuando el abuelo me dio una de sus quirúrgicas lecciones. Solía encargarme de tonterías irrelevantes, realmente me llevaba con él por la compañía agradable que supone todo nieto y no por ahorrarse un ayudante. No sé, por ejemplo me largaba una brocha de las pequeñas y un bote de pintura para que diera unos brochazos malparidos contra una puerta o me ponía a hacer un poco de pasta en un montoncito cercano al suyo más grande siempre imitando sus movimientos. Aquello me parecía maravilloso sin que mi candidez de infante entendiera que el abuelo solamente dejaba que jugase para que él acabara arreglando los desaguisados que yo causaba. La cuestión es que, tras haberme constituido en heredero de su paleta, a mi afirmación respondió “mañana mismo empiezas”. Después de la ilusión inquieta de esa noche acabé subiendo calderetas de cemento y arena durante toda la mañana siguiente hasta un piso cuarto sin ascensor; la vocación de albañil se esfumó como por encanto y empecé a coger los libros con mucho más cariño. Lo que sí permanecieron mucho más allá fueron aquellas bucólicas mañanas de domingo, mañanas de peregrinaje adquiriendo la española costumbre de los bares, un periplo de cuatro o cinco “butanos” que arrancaban en la mencionada casa Mundo y terminaban en el Bodegón, lugar donde mi abuelo decía haber merendado gato con los amigos muchas veces y me dejaba con la duda dando vueltas a la tapa hasta formar una “masa escupible” en la boca que, sin embargo, me tragaba por vergüenza pero con tremendo asco por si tal cosa era verdad y seguía vigente. Después de comer, el olor a café en el Correos resultaba embriagador cuando muy atento contemplaba absorto las partidas de dominó magistrales de mi abuelo, Juanín “Fiebre”, Carpio Jarrín y demás maestros. Más tarde, ya con la abuela, nos íbamos de merienda a la Eragudina (aunque yo siempre entendí “la Lagudina”) o hasta el merendero de San Justo donde los hermanos tomábamos, entre protestas, una Fanta para los dos porque, según mi abuela, la Coca-Cola sabía a “medecina”. Eran, fueron los domingos de Astorga que, sin los abuelos, pasaron a ser otra historia.
La nobleza y la sabiduría de aquel albañil estaban por encima de dudas, lo sabía todo el mundo que el señor Manolo “Turra” era un rezongón con el corazón más grande que un pino. En cierta ocasión casi quemo la casa; nada, que me encantaba experimentar con la lumbre mientras mi madre se iba a la compra los sábados por la mañana de suerte que me daba por meter cosas en la cocina de carbón para ver cómo ardían. Aquel fatídico día me dio por meter un cirio de los que se llevan al Santísimo; al principio parecía bonito pero después, al ver que la chimenea, echaba un humo excesivo tuve que cantar. El abuelo vino y, riñendo por lo bajini, dijo que la chimenea se estaba quemando por dentro porque la cera se había pegado a las paredes. La cosa era seria pues podía degenerar en incendio pero yo ya tenía cierta tranquilidad porque el abuelo estaba allí; efectivamente tenía la solución, sin dejar de gruñir mojó una toalla y se subió al tejado. Confieso haber pensado que el abuelo había enloquecido… ¿cómo iba a apagar la chimenea con una simple toalla mojada? Entonces me dio otra lección y esta vez de física elemental pues tapó la boca de la chimenea con la toalla y así se apagó de inmediato; esta es la historia de cómo un sencillo pero gran albañil me dio una de las primeras lecciones de física aplicada.
Conservo como oro en paño la grabación de mi entrevista con el señor Carpio Jarrín, otro genio y figura, gran amigo de mi abuelo. Cuando le pregunté por su semblanza contestó textualmente: “¡Manolo!, el señor Manolo “Turra” (elevando la voz y la mirada). Pues Manolo “Turra” era un hombre especial, pero algo especial. Nunca tuvo quebrantos con nadie. Era muy amante de toda la gente, que esto verás en muchos que no es lo que te cuentan pero no en el caso de tu abuelo. De bueno, inmejorable, yo te puedo garantizar que a tres que les preguntes, cuatro no te hablarán mal de aquel hombre”.
Uno de los recuerdos más íntimamente grabados sobre el abuelo es su expresión cada vez que veía un atentado de ETA en televisión, desencajaba su rostro, la sangre le hervía y, con gran disgusto, farfullaba: “A estos había que cogerlos y colgarlos del pico del Ayuntamiento para exposición del todo el pueblo”. Estoy convencido que, de estar en su mano hacer tal cosa con aquellos malnacidos, se habría limitado a darles una de sus lecciones de cuatro demoledoras palabras.
Y ése fue Manolo “Turra”, un hombre tan bejín como bonachón al que he querido recordar no por conceder una importancia cargada de subjetividad familiar a quien quiso ser sencillo sino porque tener presentes y vivas en el recuerdo a personas de tales valores en esta sociedad enferma puede ser su única esperanza de salvación, aunque lo dudo cuando te preguntan aberraciones como si quieres el butano de naranja o de limón; si bien es cierto que hay personas y acontecimientos realmente intolerables que actualmente nos abruman, “el butano de naranja coño”.