Lo conocí en mi infancia, él era amigo de mis padres. En los primeros años 60 las dos familias, y algunas más empezaron a ir los domingos al campo. El lugar elegido era una pradera rodeada de un bosque de encinas junto a la carretera de Asturias, muy cerca del actual polígono del Bayo. Entonces no había naves industriales ni asfalto: era todo paraíso y silencio. Además, casi nadie iba al campo los domingos, entre otras razones porque pocos tenían coche. Mi padre sí: era viajante. Y Remigio Castrillo un ilustre otorrino. Un hombre de una autoridad moral tan grande que hasta yo la notaba a mis ocho años. Siempre sentiría eso a su lado, durante más de medio siglo: su ejemplo, su ética y su entrega a los enfermos.
Vallisoletano de nacimiento, casado con una leonesa de Gordoncillo, recaló en la ciudad del Dólar hacia 1950. Donde pronto destacó como profesional y como persona brillante, culta y generosa. Una actitud que no pasó desapercibida a los gerifaltes del franquismo, que buscaban a veces personas intachables para nombrarlas alcaldes antidemocráticamente. Remigio, que era un hombre de izquierdas, declinó con naturalidad tal invitación. La excusa fue fácil: dijo que no aceptaba afiliarse a la Falange, lo que era entonces era indispensable requisito para alcanzar tales cargos.
Él vivía para sus pacientes, para sus lecturas médicas y humanistas, para sus veranos en Gordoncillo y sus viajes por España y el extranjero. Yo era amigo de sus hijos y pasé muchas tardes en su casa-consulta de la avenida de la Puebla, muy cerca de la plaza de Lazúrtegui. Y allí, en aquel hogar tan concurrido en las tardes de familia y enfermos, tuve que recurrir una vez a sus servicios para algo insólito: rescatar a mi hermano Carlos. A quien habían hecho prisionero unos chavales, y lo tenían cautivo bajo unos zarzales de las Huertas, donde hoy está el instituto Álvaro de Mendaña.
En 1967 eligió Valencia para continuar su carrera de médico. Buscaba una ciudad universitaria para que pudieran estudiar sus cuatro hijos. En la capital del Turia vivió más de cuarenta años en un piso señorial y grande, junto al Mercado Central. Allí lo visitaba yo muchas veces. Largas tardes en las que hablábamos de política, de historia, también de su experiencia profesional, y de Valencia. Aunque más frecuentemente de aquella Ponferrada lejana en el tiempo y la geografía, de la que él guardaba tantas vivencias. Recuerdos de un tiempo muy fronterizo. Entre lo asturleonés y lo galaico, entre el campo y la ciudad, entre la educación y la ignorancia, entre el régimen dictatorial y el anhelo de libertad.
Remigio tenía una voz sonora y grave, de patricio arraigado. Era un hombre alto y delgado, de pelo blanco que revivía con pasión el tiempo de la Ponferrada más mítica del siglo pasado. La que cada mes recibía una media de 150 inmigrantes. La urbe áspera y cordial a un tiempo donde él curaba y vivía. Y donde también daba consejos, como si fuera un patriarca joven. Sin cobrar nunca a los pobres, que en muchas ocasiones trataban de compensar su asistencia con regalos. Una vez un hombre vino desde la Cabrera a pie con una gallina porque no tenía dinero para pagarse el billete del tren, algo tremendo. Y cuando llegó a Ponferrada la gallina había muerto en el saco donde la llevaba. Remigio le dio dinero para volver hasta Quereño, pero aquel hombre aparecería de nuevo al día siguiente en Ponferrada con otra gallina, esta vez viva.
En el año 2012 su vida cambió de repente. Una enfermedad neurológica le llevó a un tiempo tan inesperado como cruel. Remigio Castrillo vivió aquella pena con elegancia y con una dolorosa lucidez. La última tarde que lo vi le llevé unos libros. Él estaba sentado, se había dejado barba, era su última rebeldía. En la pantalla había un concierto de música, nosotros hablamos bajo un aura muy triste.
Un año después falleció en Valencia, a los 90 años, este gran castellano que amaba al Bierzo. Nos quedó pendiente una visita a Valderas, donde él quería invitarme a comer su famoso bacalao. Este verano espero cumplir con esa cita, y brindaré por él. Por su grandeza, por su bondad y por su estilo.
CÉSAR GAVELA