Procesiones

Semana de Pasión. Procesiones para todos los gustos y colores. Y no sólo de nazarenos, papones, penitentes y manolas. Se llenan las iglesias, las calles, los bares, las carreteras, los pueblos, las playas y hasta los juzgados. Todo vale para hacer penitencia. Es la Semana Santa.

Una semana que se ha convertido en una eclosión del mestizaje (ahora se dice maridaje) entre lo religioso y lo laico. Regresan las procesiones en torno a imágenes sagradas retorcidas de dolor, al mismo tiempo que al lado, en las aceras, las gentes se agolpan en las barras de los bares para exigir prontitud en el servicio de un botellín con tapa gratis. Se arremolinan los fieles a las puertas de las iglesias para ver salir o entrar las imágenes talladas al compás de desgarradores sonidos de tambores y cornetas y, al rato, la comitiva se desvía al Húmedo, al Romántico, o a la zona alta para adorar los nuevos templos del consumo: los bares, al son de los trepidantes ritmos del bacalao.

Procesiones laicas y religiosas y reivindicativas. Ahí están los miles de jubilados, a quienes se anuncian subidas de pensiones del 0,25%, clamando en el desierto, como hace más de dos mil años en las entradas de Jerusalén, por una vida digna y por el mantenimiento del poder adquisitivo. Hoy, Montero, como Pilatos, se lava las manos. Que le pregunten a Rajoy o, mejor dicho, a Europa. Y las turbas se indignan y aumentan su cabreo. Normal que  tanta presión termine en el Gólgota. Los pensionistas son hoy los desesperados y los desarraigados de hace dos mil años.

Y procesiones independentistas en torno a un president detenido en Alemania, lo que provoca que las calles de muchas ciudades catalanas se vuelvan a poblar de masas de gentes que exigen libertad, con ira, como hace dos mil años. Al igual que entonces, las masas se equivocan al anteponer la demagogia frente  a la ley. No puede haber democracia sin ley. La ley es la base angular de todo estado de derecho. Es muy fácil, como hace siglos, echar la culpa a terceros, generar victimismos y agravios, en vez de reconocer errores propios. Así que, semana caliente en las calles de media Cataluña, mientras la otra media procesiona con resignación cristiana hacia el resto del país en busca del sosiego perdido.

Y claro, con tanta manifestación, carreras hacia los juzgados y con las prisas para reservar mesa en el mejor restaurante del pueblo de los abuelos, en el chiringuito de la playa o en el varal adecuado para pujar por el cristo que más sangre exhibe en su rostro, con tanta carrera, digo, las carreteras se llenan de atascos, como piadosas procesiones modernas, repletas de pacientes usuarios en busca de la expiación y la salvación momentánea. Y a la  caída de la tarde, esos atascos en las modernas y caras autopistas se convierten en larguísimas procesiones de miles de velitas encendidas camino del horizonte. Sólo falta que el ruido de los motores se convierta en sones acompasados de tambores y cornetas.

Semana, pues, de mortificaciones. De quejidos, lloros y rechinar de dientes. Muy pocos serán los dichosos que en esta Semana Santa no tengan motivos para procesionar. Vivimos tiempos convulsos, en los que hasta las pocas personas felices, que las hay, como Albert Rivera, procesionarán en busca de los votos en una interminable precampaña electoral de más de un año de duración. Dios mío, qué Semana… Santa.

 

 

 

 

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