Prada

Prada se llama José Luis pero no necesita el nombre de pila. Prada es Prada desde hace medio siglo, incluso más, y supe de él en el verano de 1968, cuando yo tenía quince años. Vi un coche extravagante desde el balcón de casa, en la avenida de España, y bajé a la calle para observarlo con detenimiento. Era un Renault 8, o tal vez el 10, tenía las puertas de madera, y éstas se cerraban con unas cadenas. En lugar de parachoques llevaba un yugo de bueyes, y el vehículo tenía más detalles chocantes que ahora no recuerdo. Poco después apareció Prada, que tendría entonces unos veintipocos años. Vestía con una camisa sin mangas, abierta hasta casi el ombligo, llevaba un pantalón tejano, gafas de sol y un gran cinturón. Saludó a algún conocido y luego entró en el coche y se fue.

Perplejo, traté de averiguar quién era aquel hombre insólito. No tardé en enterarme que vivía en Cacabelos y que había ido con aquel coche circense hasta Inglaterra, donde había pasado una temporada, sorprendiendo a los londinenses, que son difíciles de sorprender, con su automóvil inconcebible.

Poco después se casó y lo hizo a lo grande, en un carro de caballos y trajo como oficiante al señor obispo de Astorga, monseñor Briva Mirabent, un catalán de Sitges que nunca fue capaz de aclimatarse al frío de la Maragatería, aunque se rumoreaba que lo combatía dignamente con algún que otro lingotazo de whisky. En 1973 fui durante una semana lluviosa de otoño a recoger pimientos a Carracedelo. Antes hubo que comprar botas de goma, adecuadas para el barrizal, y fuimos a Cacabelos, al comercio que tenía por entonces Prada. Quien nos atendió muy amable y cómplice, con ese estilo absolutamente propio que te da una confianza tan grande que te lleva a pensar que es un lejano pariente tuyo. O cercano.

Luego vinieron muchos años y muchos esfuerzos, enormes. Y Prada, primero en Cacabelos, con el restaurante la Moncloa de San Lázaro, en plena ruta jacobea, y después en Canedo, demostró una capacidad empresarial admirable, y muy difícil de llevar adelante. Prada siempre fue un visionario, aunque un visionario muy trabajador. Recuerdo que un día me dijo Ramón Carnicer, en su casa de la zona alta de Barcelona, que si en el Bierzo hubiera muchas personas como Prada, la recuperación de la comarca, ya entonces iniciando su declive, sería inexorable.

Con todo, escribir de Prada no es tan sencillo porque todo el mundo le conoce. Tanto a él como a sus peripecias empresariales, sus franquicias en otras ciudades, y su condición de ser un verdadero hombre orquesta de los principales encantos del Bierzo: la gastronomía, el vino que antaño nadie consideraba y que ahora ocupa los primeros lugares del ranking español, el turismo y la industria conservera de tantísimos productos bercianos como Prada y su gente ponen en el mercado cada año. Todos conocen a Prada y todos ven cómo los años pasan por él muy despacio. Por eso mantiene una lozanía aún grande, una capacidad de entusiasmo ejemplar, y un compromiso con la comarca, más allá de sus negocios y actividades, que bien le honra.

Yo cuando lo veo, pocas veces por otra parte, siempre observo en él a aquel chico pintoresco de 1968. Pero yo entonces no tenía ni idea de que en Prada ya anidaba un sentido del negocio y del amor a lo propio que iban a ser los ejes de su vida. Más bien me parecía un cantante de rock a la búsqueda de un grupo musical. Pero era un enamorado del Bierzo a la legítima búsqueda de la creación de empresas y negocios que antes que él nadie había imaginado. Un emprendedor fuera de lo común, con un genial sentido de la publicidad. Ahora ya está en la etapa de la sabia madurez, del que contempla la vida de otro modo. Pero ese otro modo, en él, siempre estará unido a la acción y la creatividad. El Bierzo sin Prada no sería lo mismo.

 

CÉSAR GAVELA

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