Tiene el pollo frito al estilo de Kentucky una cobertura crujiente, un generoso y abundante rebozado alborotado y perfectamente dorado, que hace olvidar los contras de los fritos al hincar el diente en tan magnífico pecado. Escondido el pollo tras ese manto ceremonial, aparecen sin más protocolo sus jugos –pocos, eso sí, que no es que esté mal cocinado sino perfectamente frito, de manual– dando paso rápido al bocado carnoso y sutil que le cayó en suerte a la pieza entre los dientes, sea alita, muslo, pechuga o cualquier otra parte de difícil identificación pero siempre bien recibida.
El recuerdo de ese festival gastronómico –para ser disfrutado de manera puntual, lógicamente– que en mi memoria anidó el pollo frito al estilo de Kentucky muchos años atrás, hizo que me fijara hace algunos meses en un establecimiento ad hoc a la entrada de la ciudad, en una de mis idas y venidas del coro al caño y del caño al coro, por decirlo de alguna manera.
La primera vez que decidí acercarme al citado establecimiento, llevado en volandas como una polilla a la bombilla del flexo de la mesa de madera del cuarto-estudio de casa de mis abuelos, a los que por cierto no conocí al morir uno allá por los años veinte y el otro por los cincuenta del pasado siglo, la primera vez, digo, tratando de llegar a él pasé por su lado en varias ocasiones, tocándolo con la punta de los dedos, sin atinar a encontrar la entrada al carecer el contorno de la más mínima señal indicadora. Frustrado intento.
La segunda vez ha sido hoy, hace unas horas, por eso lo tengo fresco, y decidido a no fracasar he recorrido los espacios comerciales próximos hasta que, después de unas cuantas vueltas y tras atravesar los aparcaderos de uno de ellos como si fuera uno de sus clientes satisfecho y repleto de viandas y otras minucias, hete aquí que me doy de bruces con el colorido y deseado establecimiento de pollo frito al estilo de Kentucky ¡con una vía de entrada para mí, oh Señor! Por supuesto sin señalización alguna.
Disfrutón yo y acompañado de mi querida y sufrida esposa –eso lo entenderán, estoy seguro– pasamos el ceremonial de los fast food americanos y nos disponemos a degustar el pollo frito –la boca se me hacía más que agua– con un gran vaso al lado, de hielo picado rociado con Pepsi en polvo pasada por un grifo de presión.
La pieza de pollo frito en mi mano me miraba, desamparada, entre los harapos que hacían de crujiente manto ceremonial, dejando al aire su pálida y desvalida carne. Los harapos, blandos y aceitosos, se pegaban a mis dedos sin mayor reparo. ¡Gran decepción! Enorme decepción aderezada de enorme estafa. Y la gran incógnita: pero ¿cómo puede ser? ¿Acaso los símbolos externos e internos de una gran multinacional del pollo frito están solamente para atraer ingenuos? Siete desvalidas y semidesnudas piezas de alita, o sea tres alitas y media ¡a dos euros la alita! Y de estilo de Kentucky ni por asomo. Una estafa en toda regla.
Y no sería sincero, después de la historia que les he contado, si no hiciera referencia –al ser público y notorio por su difusión en los medios durante meses–, a las aventuras y desventuras que acompañan al citado establecimiento con la trapisonda de su licencia de obras o de apertura o de venta de pollos, que ya no lo sé, y la de su promotor, el concejal de los pollos fritos o de las fiestas o algo así de la ciudad en cuestión… En fin, que ya lo siento.
Y es que, señores, si deciden tomar pollo frito al estilo de Kentucky, cosa que les recomiendo, háganse con la receta y con un poco de paciencia prueben en su casa.
Juan Manuel Martínez Valdueza
9 de septiembre de 2016
Posdata: Por si los del pollo frito deciden cambiar y ofrecer a los ingenuos que aparezcan por allí pollo frito en condiciones, ya que desconocen el estilo de Kentucky y yo no les puedo ayudar, les voy a dar mi receta: Cójanse las alitas u otras partes del pollo que merezcan ser fritas de este modo, tíreles por encima y con alegría un poco de sal, pásense por harina de garbanzos y fríanse bien tostaditas. Fuera de la sartén y escurridas sobre un papel absorbente, rocíense de nuevo con un poco de sal y un generoso espolvoreo de orégano. ¡Se chuparán los dedos! O el tenedor, que de todo hay…
Muy bueno y con ganas de hacerlo en casa