La solución de la crisis catalana en el último segundo y el impulso que, como consecuencia, ha tomado el proyecto secesionista obliga a los grandes partidos políticos españoles a actuar, ahora más que nunca, con generosidad y altura de miras. El reto catalán ha provocado, ahora sí, de verdad, una gravísima crisis institucional, quizás la más grave desde el intento del golpe de Estado de 1981 y, por supuesto, desde el inicio de la Transición y el desmontaje legal del franquismo.
El último órdago catalán llega en el peor momento para los intereses del resto del país, con un Gobierno en funciones y con serios problemas de entendimiento entre los partidos para hallar soluciones de estabilidad y gobernabilidad. Por ello, ahora son necesarios los auténticos hombres de Estado, líderes que antepongan el interés general frente sus intereses personales y los de sus partidos. Es posible que sea mucho pedir a la clase política actual, pero ante la duda, quizá ha llegado el momento en que la calle comience a movilizarse en pro de una solución negociada, dialogada y pactada.
A finales de la década de los años setenta del pasado siglo, en un momento de crisis institucional tremenda, no sólo se pactó y aprobó una Constitución, quizás la menos mala de las posibles y no la ideal, pero el invento ha funcionado. Lo mismo sucedió con los Pactos de La Moncloa, gracias a los cuales la clase política consensuó una serie de medidas para sanear la economía, rebajar la inflación y la deuda pública e impulsar el crecimiento. Quién iba a pensar en los momentos previos que el acuerdo era posible entre un franquista recalcitrante como Fraga y un comunista histórico como Santiago Carrillo. Pues el acuerdo fue posible.
Es cierto que las circunstancias han cambiado, a mejor, afortunadamente, pero la situación de crisis actual es quizás más grave que la de aquel entonces porque ahora está en juego la continuidad del proyecto político que denominamos España.
Y la solución tiene que ser parecida. Unos nuevos pactos de La Moncloa. Una gran mesa de negociación en la que se estén todos, pero todos de verdad, para sentar las bases de las reformas que España viene necesitando desde hace bastantes años. Ya no se trata de buscar culpables y exigir responsabilidades. Culpables hay muchos, entre ellos, y el primero, el inmovilista Rajoy, quien ha desperdiciado políticamente cuatro años de mayoría absoluta, en los que se ha limitado a aplicar de forma inmisericorde el rodillo, sin ofrecer alguna alternativa al diálogo y al consenso. Rajoy creía que el problema catalán se iba a resolver solo, con la ley en la mano, tal y como sucedió con el Plan Ibarreche, y no ha sido así. El desafío es ahora muchísimo más grave. De esos polvos vienen ahora estos lodos.
El PP es el partido más votado en las últimas elecciones y a él le corresponde la iniciativa política. Rajoy no puede limitarse a exigir al PSOE y a Ciudadanos un cheque en blanco o un apoyo incondicional ante el desafío catalán. Eso suena a chantaje. Rajoy está obligado a abrir la negociación con una serie de propuestas políticas y cesiones. Tiene que presentar un plan y un calendario de reformas, muchas de ellas incluidas en los programas del PSOE y de Ciudadanos.
Rajoy está obligado a ser generoso, actuar como un auténtico líder nacional y dar los primeros pasos en busca del necesario pacto de Estado. Y, si no, ahí está el ejemplo catalán, en el que el presidente Mas se echó a un lado en beneficio de lo que ellos creen lo mejor para Cataluña. Ahora hay que pensar en lo mejor para España, incluida Cataluña. El PP, con o sin Rajoy, debe mover ficha.