Paco Jiménez: “Zapatillinas”

Textos del Ayer...

En este artículo de 1984, sobre un singular personaje astorgano, Paco Jiménez, conocido como Zapatillinas cito aspectos de la vida astorgana de tal fecha y anteriores (como la leche en polvo americana que llegó a las escuelas en la década de los 50 / 60 por el “Plan Marshall; se repartía durante el recreo).  No era solo él quien “andaba” por las casas para vender puntillas y similares. Cuesta trabajo creer que su madre, Juana Bermúdez Jiménez, que falleció el 18, 7, 1977, muriera a los 103 años. Si así fuese,  Paco Jiménez habría nacido cuando su madre rondaba los 48 años. Después del episodio que aquí se cuenta, fue derribada su chabola de Rectivía, y los últimos años los pasó en León.  Falleció  el 13,7, 1999 y  vivió 72 años;  fue enterrado en Astorga. Ambos, madre e hijo, como es habitual en el mundo gitano, cuentan con un panteón de categoría en el Cementerio: mármol blanco, grabados sus nombres, con cruz y hornacina, escultura de  la Virgen y el Niño… Para entender la alusión al Cuartel hay que recordar que los soldados en aquel entonces no eran profesionales, y que por las tardes, con su uniforme, salían un rato a la ciudad. El Bar Gordón, que se cita, en la calle León 88, con vuelta a la Gasolinera, está cerrado, pero aún conserva en sus cristales la bella estampación de su nombre y de “Mantecadas y hojaldres La Mallorquina”. La tienda de Agapito sigue abierta, en el edificio con que termina la calle Mérida Pérez con vuelta a la Avda de las Murallas (cruce Ambulatorios).

EL FARO ASTORGANO, VIERNES, 24 DE AGOSTO DE 1984
La Astorga subterránea
Paco Jiménez: “Zapatillinas”

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Paco Jiménez adquirió la categoría de ave comercial con el tráfico de la leche americana, y astorganos hubo que hasta creyeron que su mística obraba milagros, pues si no cómo se explicaba un alma cándida que cuando se agotó la leche en polvo Paco empezara a venderla en tal cuantía que, o bien caía del cielo, o algún avión clandestino aterrizaba, después de cruzar los mares, a su vera con latas rebosantes de tan gracioso manjar:
––Bendito sea, iba po la Ribera y se la compaba a lo maesto, que la tenían guadá en su casa porque la habían quitao de lo niño.
Entonces Paco Jiménez era un buen galán. Hoy, con cincuenta y ocho años, aún conserva su piel cetrina tersa y brillante, y si no fuera por ese haz de arrugas que, en abanico, se apiña en la comisura de sus ojos aparentaría los cuarenta y podría ser modelo para un busto romano, pues tiene simetría en las facciones, y unos ojos penetrantes aun cuando no habla del cielo, y unos dientes proporcionados en los que silba una risa estridente. Cualquier viajero que lo atisba mientras le llenan el depósito de gasolina en San Narciso, con las manos entrelazadas en su prieta barriga, lo tendrá por cofrade con título celestial, o por un beato que vistió el luto como promesa por una pena.
Aunque a Paco Jiménez Bermúdez lo bautizaron por chanza Zapatillinas, es de los afortunados del lugar que, pese a ese apodo inspirado en su andar corto y con traqueteo de caderas, no ha perdido su nombre de pila. Pocos astorganos habrá que no sepan quien es Paco, el gitano, edipo desde la más tierna infancia, camelador de payos con puntillas y género, traficante de alubias en otoño y ahora con carnet de la Iglesia Evangélica de Filadelfia.
—Yo soy Aleluya, yo dejé eto d´aquí poque son mu ateo, yo no doy la palaba aquí poque beben alcohó, habla mal del pójimo y dijo la Biblia que hay que hacé mucho bien pa entá en el reino del cielo.
Paco se quedó sin el chamizo de la Corredera Baja de San Andrés hace unos años, pero tuvo tiempo de recibir las doctrinas de Filadelfia antes de fabricar su diminuta chabola con tablas forradas de plástico blanco, al lado de las Escuelas Nacionales de Rectivía, donde el sol de agosto le amarillea las sábanas de su cama matrimonial y el Sagrado Corazón chorrea barniz a mediodía:
—Mi made era mu güena, murió a lo ciento y te año y a lo nueve hemano no crió en sábana blanca, bendita sea…
Hace siete años que su madre murió como un pájaro por asfixia, sentada en la cama matrimonial tiesa y arrogante, con sus ojos lánguidos y enternecedores clavados en el rostro de Paco, que lagrimeaba con un torrente de gritos afilados en la laringe. Desde entonces vive abandonado a la escarcha y al estío, con tanta pena que le brotó un temblor en los músculos, y su corazón en cualquier azar detiene su ritmo y se hace precisa una pastilla debajo de la lengua; desde entonces, desde aquel día en que los grajos sobrevolaron su chabola y se llevaron el alma de su madre a oír el repique de las campanas de la catedral, le nació un tumor encima de la ingle derecha que le va desollando las entrañas sin remisión, aunque de cuando en cuando le pongan auxilio en Puerta de Hierro de Madrid:
—Me dijo mi Dio, si no muero yo ante, que anque muera un gitano yo no iré a su entierro, Dio me perdone, pero no iré…
A Paco le abandonaron los gitanos el día que supieron que no le iba el  matrimonio y que ofrecía chicas a los jóvenes en el descampado de la plaza de toros, así sin más, pero cuando llegaba la hora convenida aparecía un bulto negro que avanzaba como si tuviera bajo las zapatillas un balancín:
—Paco, dónde está la chica…
—La moza soy yo, bendito sea…
Y los gitanos de aquí ni le hablan, ni le miran. Así que ha buscado refugio cerca de la gasolinera, en el bar Gordón, donde ve pasar a los militares camino de la ciudad; algunos paran a repostar y le piden al generoso de Paco bocadillos y viandas; y Paco paga entre chillidos jubilosos que le nacen en la laringe, con esas diez mil pesetas que le da la beneficencia y con las otras que no declara y que consigue vendiendo tapetes que le pasan de Portugal, o con los dineros que le da Agapito cuando le compra las alubias que él ha mercado en la Ribera a cambio de puntillas y género:
—Lo soldao son persona necesitá y yo le ayudo.
—¿Y por qué Paco, si tú eres más pobre que ellos?
Paco apenas recuerda nada de su infancia, mantiene muy presente a su padre que deambulaba por San Justo con una capa negra, y sueña que va de nuevo con su madre a robar gallinas a los corrales:
—Yo miraba y ella la cogía y la ponía debajo, debajo en el delantal… Y sabe usté una cosa: vivimos en Villamanín cuando la guerra y allí lo rojo afusilaron a mi hermano, ¿sabe usté po qué?, pues poque era de Acción Católica, de derecha, bendito sea…
A Paco desde que murió su madre y quedó en la absoluta orfandad con el cuerpo estragado, le sostiene el amor al Padre, por quien madruga muchos días a las cinco de la mañana y se va con un vecino que trabaja en La Rúa, a coger allí el autobús que lo lleva hasta Barco de Valdeorras, donde reza con otros gitanos aleluyas y merca los tapetes de Portugal. Vuelve al atardecer y busca asiento en el bar Gordón, mientras su amigo Hermenegildo, un trashumante que se acaba de aposentar en esta villa, pasea y pasea delante de la vitrina tecleando su acordeón:
—Yo, como don Paticio, el sacerdote, somo iguale y él, pobe, e mu güeno, pero vino a visitá a mi made, pero ningún gitano le echa la made al asilo, e mu güeno, pero yo atendí a mi made hata lo último, lo sabe toda Atorga; e mu güeno, y mi Dio me dice de no hacé mal a nadie, de seguí mi camino y no volvé la cara pa atá; como don Patricio; algún día etaré con él a la vera de mi Padre, sentao con Dio, Jesú de Nazareno, a la vera de Él, bendito sea.

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