Cuando leo a un poeta por primera vez lo hago en voz alta. La poesía es el género que más se acerca a la vida y, como ésta, ha de sonar estremecedora. Luego, si me emociona, le dedico una lectura silenciosa. Estudiar un autor es leerlo hasta encontrar el tono perfecto entre lo privado y lo público. El desafío consiste en que los conceptos no suenen anquilosados. El escritor británico George Orwell prescribía “nunca utilizar una palabra larga donde proceda una corta”. Hablar claro, en términos sencillos, es una forma de integridad.
El mítico trazado de la obra de Octavio Paz (México, 1914–1998) no excluye lo privado; sus ascéticas composiciones no evitan lo humano: la vida, la enfermedad, la muerte, el humor. Mi primer contacto con su poesía fue la lectura (en voz alta) del poema ‘Piedra de sol’. Aún recuerdo el impacto en la lengua de su lenguaje visionario, de marcada influencia surrealista, una poesía que es “una mirada que sostiene en vilo/ al mundo con sus mares y sus montes,/ cuerpo de luz filtrada por un ágata/ piernas de luz, vientre de luz, bahías/ roca solar, cuerpo color de nube”. Leí el largo poema fascinado por aquella mezcla de onirismo y búsqueda intencionada de inmortalidad: “sólo un instante mientras las ciudades,/ los nombres, los sabores, lo vivido, /se desmoronan en mi frente ciega, /mientras la pesadumbre de la noche/ mi pensamiento humilla y mi esqueleto”.
Luego devoré, uno tras otro, el resto de poemas de la colección Libertad bajo palabra,a la que ‘Piedra de sol’ pertenece, poemario que incorpora la suma de la experiencia poética de Paz hasta 1957. Subdividido en los apartados ‘Bajo tu clara sombra’, ‘Calamidades y milagros’, ‘Semillas para un himno’, ‘¿Águila o sol?’ y ‘La estación violenta’, sus poemas ponían en evidencia una preocupación que yo tenía por aquel entonces y que no me ha abandonado nunca: dotar de dimensión mítica a la experiencia personal. En Libertad, los recuerdos y las atrocidades de la guerra se entrelazaban con mis propios recuerdos de personas, lugares y eventos: “Madrid, 1937,/ en la plaza del Ángel las mujeres/ cosían y cantaban con sus hijos,/ después sonó la alarma y hubo gritos,/ casas arrodilladas en el polvo,/ torres hendidas, frentes escupidas/ y el huracán de los motores, fijo”.
Desde entonces, Paz ocupa un lugar único en mi mundo literario. Gran parte de lo que pienso y escribo lo ha inspirado la lectura de uno de los intérpretes más autorizados del siglo XX, un pensador en la tradición de Unamuno, Ortega y Gasset, Borges y Alfonso Reyes, el escritor de ensayos tan importantes como El laberinto de la soledad (1950),Los hijos del limo (1974) o La llama doble (1993)[1], que conjugan su labor como historiador de la cultura, ensayista político y antropólogo cultural. Ahora que se cumplen cien años de su nacimiento y casi treinta de haberlo leído por vez primera su obra me sigue sorprendiendo.
Paz admiraba a escritores como Ovidio, Joyce y Mandelstam, que se negaron a comprometer su independencia artística. Pero también sintió el impulso contrario: la lealtad a la tribu, el hogar, la nación. Se podría decir que esta fue la lucha central de su existencia: cómo encontrar tiempo para escribir, cuando todo el mundo quería que leyera aquí, que diera una conferencia allá, que revisara galeradas, que asistiera a cenas, que participara en tal o cual jurado.
Me fascina, sobre todo, esa mezcla de poeta y soldado que Paz encarna. Hijo de un abogado y nieto de un novelista, ambas profesiones serían importantes para el desarrollo del joven autor: aprende el valor de las causas sociales de su padre, que fue abogado del revolucionario Emiliano Zapata, y se introduce en el mundo de las letras por mediación de su abuelo. Se sabe que, de niño, se le permitía vagar libremente por la heterogénea biblioteca de su abuelo, una experiencia que lo haría nutrirse de la mejor literatura española y latinoamericana. Estudió literatura en la Universidad de México.
Sus primeros poemas rememoran una infancia rural; privilegian la eufonía, la aliteración, la auto-conciencia. Siente la necesidad de medirse con sus antepasados, de cuya trayectoria (pluma en vez de espada) siente que se ha desviado. Y aunque su instinto es (re)cargar el lenguaje, no pretende ser un mero artesano. Un poeta pintoresco más. Así, sus versos equilibran el uso de la poesía para dar voz a los desesperados y el respeto al artefacto perfecto; el mexicano lucha entre trabajar los poemas y dejarse llevar por ellos; se debate entre los tiempos agitados que le han tocado en suerte y su conciencia.
Su poesía no se encuentra solo en sus poemarios, sino también en sus obras de teatro. En La hija de Rappaccini, su adaptación del cuento homónimo de Nathaniel Hawthorne, un joven estudiante italiano vaga por el hermoso jardín del profesor Rappaccini. Un día decide espiar a la hermosa hija del profesor, Beatrice. Descubrirá, al mismo tiempo, la naturaleza tóxica de la belleza del jardín: “Corta una de las flores de nuestro árbol y dásela a tu enamorado. Puede tocarla sin temor. Y puede tocarte a ti. Gracias a mi ciencia –y la secreta simpatía de la sangre– sus opuestas naturalezas se han reconciliado. Los dos pueden ser ya uno. Enlazados atravesarán el mundo, temibles para todos, invencibles, semejantes a dioses”.
Explicar y consolar. El pasado y sus sacrificios, sus incursiones, sus colonizaciones. El presente y sus tiroteos, bombas y asesinatos. La salvación por la Historia a través del amor parece ser una constante en su obra. Desde 1959, cuando regresa a vivir a París, se ocupa en la búsqueda del ser puro bajo la influencia de Mallarmé, de quien hereda, además, su preocupación por el término justo y su esencia. El deseo de limpiar la palabra del limo del uso funcional conduce a sus experimentos con la resonancia fónica –constantes juegos de palabras, rima interna– y el diseño tipográfico: líneas espaciadas hacia fuera, estrofas suspendidas en mitad de la página, islotes de texto que actúan a modo de contrapunto, palabras exiliadas a un margen. Tuve la oportunidad de aprender de esos experimentos en su radical Topoemas (1968), un cruce entre de los caligramas de Apollinaire y los ideogramas orientales.
Tras su estancia en París, Paz es enviado a la India en 1962 como embajador de México. Allí completa otro de sus grandes poemarios, Ladera Este, donde se registran sus reacciones a un nuevo paisaje y una nueva realidad humana. De esencia miscelánea, los poemas registran instantáneas de la naturaleza, bocetos irónicos de tipo social, así como largas meditaciones motivadas por los monumentos y lugares en los que, de manera sorprendente, como en ‘Felicidad en Herat’, el quietismo de la mística hindú es rechazada por una visión más dinámica de un mundo natural transfigurado en la ‘Perfección de lo Finito’: “No bebí plenitud en el vacío/ ni vi las treinta y dos señales/ del bodisatva cuerpo de diamante./ Vi un cielo azul y todos los azules, del blanco al verde (…) Vi al mundo reposar en sí mismo”.
Sus poemas se ocupan ahora de los emigrantes forzados a trasladarse de una ciudad a otra por culpa de la guerra, mientras dejan atrás la ciudad en ruinas para buscar un futuro incierto, mientras conviven con la pérdida y el terror, la esperanza lejana, el exilio y lo que entraña. La poesía de Paz se llena de acusaciones, que son, sobre todo, auto-acusaciones. Las preocupaciones acerca de si está haciendo lo correcto son parte integral de su credo: la vulnerabilidad es parte de su fuerza. Ningún gran poeta ha sido a la vez menos pomposo.
En octubre de 1968, el autor de ‘Piedra de sol’ renuncia al servicio diplomático en protesta por la matanza del gobierno mexicano de manifestantes estudiantiles en Ciudad de México durante los Juegos Olímpicos de verano. Busca refugio en París y no regresa a México hasta 1969. Una vez allí, funda la revista Plural (1970-1976) junto a un grupo de escritores liberales latinoamericanos. Más tarde, la revista es clausurada por el gobierno mexicano. De 1970 a 1974, es profesor en la Universidad de Harvard, en Estados Unidos, donde ocupa la cátedra Charles Eliot Norton. A su regreso a México, el gobierno cierra su revista, Plural, y funda Vuelta, que continúa editando hasta su muerte.
Su vena poética también se muestra en sus traducciones. Esta práctica acaba influyendo en los poemas colectivos ‘Renga’, ‘Festín Lunar’, ‘Poema de la amistad’ e ‘Hijos del aire’, que Paz compone junto a Charles Tomlinson, Jacques Roubaud o Edoardo Sanguinetti, entre otros. Como él mismo explica en ‘Centro móvil’, prólogo a ‘Renga’, “nuestro siglo es el siglo de las traducciones. No sólo de textos sino de costumbres, religiones, danzas, artes eróticas y culinarias, modas (…) la historia nos parece la traducción imperfecta –lagunas de la estupidez e interpolaciones de copistas perversos– de un texto perdido (…) La idea de la correspondencia universal regresa”.
Paz obtiene el Premio Nobel en 1990. Si tuviera que elegir un libro, me quedaría conFiguras y figuraciones [1991-1994], que contiene los poemas que escribe a partir de las construcciones y cajas de su esposa Marie José, glosas a esos “objetos tridimensionales (…) conceptos visuales, enigmas mentales portadores, a veces de imágenes bizarras e inquietantes, otras, de percepciones irónicas”. ‘Aquí’ es uno de los poemas más breves de ese libro, y uno de mis favoritos. En él, las palabras circulan en un espacio indeterminado entre el mundo material y el más allá: “Mis pasos en esta calle/ resuenan en otra calle/ donde oigo mis pasos/ pasar en esta calle/ donde sólo es real la niebla”.
La condición filosófica del autor mexicano le permite abordar, incluso en una composición tan breve, el tema del yo en la autoconciencia. ‘Aquí’ es, sin duda, un poema memorable, ya que anatomiza las ansiedades masculinas sobre el sexo y alude, además, a la forma en que las identidades se construyen a sí mismas no sólo a través de acciones, sino también a falta de ellas. Cargado de ironía, el poema concluye con las sensaciones que aún le quedan a su interlocutor: la de vulnerabilidad, la del dolor.
Sus poemas albergan los milagros cotidianos de este mundo y la intuición de los venideros. Santifica los objetos ordinarios. Reza a una ráfaga de viento, al ruido de la lluvia. Después de Wordsworth, nadie ha escrito con tanto amor sobre su infancia, sus texturas y sonidos, sus dominios inciertos. Me apasiona la poesía de Paz porque exhibe el yo como un ente que es, de forma consciente, portador de otros yoes posibles e imposibles; porque sugiere que la literatura es una especie de actuación construida, de forma inconsciente, sobre actuaciones anteriores. A través de la alusión, el eco y la resonancia, su poesía se presenta como un ritual repetido, que podemos escuchar más profundamente de lo que vemos. En mayor o menor grado, ¿no es así es como funciona el arte?
Envidio a los lectores que se acerquen por vez primera al poeta mexicano, los que descubran, a través de él, la autoconciencia de las palabras y sus significados; la pasión erótica; su dependencia de los nombres comunes; su sentido de autoridad. Al igual que su admirado Fernando Pessoa, las múltiples voces de Paz adquieren diferentes estilos y expresiones idiomáticas en sus composiciones, y cada una es extraordinaria.
Otros poetas, especialmente Rilke, experimentaron con las delicias de la prodigalidad expresiva. El caso del autor de Libertad bajo palabra es diferente y, probablemente, único. Para cada una de sus voces, Paz concibe un lenguaje poético muy peculiar y técnico, una biografía compleja, un contexto de influencia literaria y polémica y, lo más llamativamente, un lugar, interrelaciones sutiles y reciprocidades de la conciencia.
Leyendo sus poemas, uno puede ser otro: puede ser alguien a gusto en la naturaleza; un virtuoso de la inocencia pre-cristiana; un erudito profesor universitario; un estoico de raíz horaciana; un creyente pagano en el destino; un devoto de los mitos menos original que los clásicos, aunque más representativo del simbolismo moderno; un futurista al modo de Whitman; un soñador en la embriaguez; un cantor dionisíaco. Bajo esas máscaras subyacen la soledad metafísica, el sentido ocultista, su genio como políglota; su auto-dispersión se refleja en diversos y contrastantes personae.
El legado de Paz es enorme y comporta la filosofía, la crítica literaria, la teoría lingüística, escritos sobre política. Al igual que Beckett o Nabokov, denuncia la apariencia de ingenuidad bajo la cual aparece la mentira. Lo fragmentario, lo incompleto, es la esencia de su espíritu, lo caleidoscopio, la amplitud de su cultura, la ironía que inhibe su tendencia a la monumentalidad y la autosatisfacción del trabajo bien hecho. En ocasiones, parece suscribir la famosa frase de Adorno: la obra terminada es, en este tiempo de angustia, una mentira.
En mi opinión, la mirada de Paz sigue sosteniendo en vilo al mundo. Las razones están ocultas a la vista –o, más exactamente, residen en el sonido claro y diáfano de su voz, el tono vernáculo con el que nos habla al oído. Lo que introduce en nuestro idioma, con más intensidad que ningún otro autor anterior, es una fusión aguda de la modernidad y la autoconciencia. El impacto de su poesía es global. Educado más a fondo que cualquier otro literato del siglo XX, sus conocimientos van del sánscrito y las matemáticas avanzadas al budismo japonés y el griego clásico.
Puede ser muy sofisticado intelectualmente y al mismo tiempo sorprendentemente primitivo. Si la literatura en una época compleja debe reflejar, o al menos refractar, la complejidad, la obra de Paz lo es y al mismo tiempo, es algo aún más primordial: sencilla. Es el cantor del amor correspondido, pero también del amor frustrado o perdido. Pocos han tratado con tanta maestría los temas del anhelo y el envejecimiento. Sigue siendo, además, uno de los más grandes poetas religiosos de cualquier época.
Cien años después de su nacimiento, difícil sigue siendo la palabra con la que la mayoría de sus detractores relaciona sus versos. Sin embargo, no dejamos de citarlo. El dominio y la flexibilidad de su lenguaje, su insistencia en el sonido y la imagen difícil aún sorprenden, así como la variedad de sus poéticas: miniaturas haiku; vertiginosos poemas en prosa; odas abstractas; amplias descripciones de lugares en México, India, Afganistán, y Japón; respuestas florecientes a las artes visuales; largos y apasionados poemas. Paz nos enseñó a equilibrar la tradición y la modernidad. Ese es su verdadero legado; como poeta, editor, crítico y editor, su arte se abrió al espacio en que escribimos y leemos.
Para apreciarlo se requiere ser consciente de que su vida y su obra estuvieron llenas de audacia, astucia y un oído agudo preternatural para el lenguaje. Que su obra fue (y sigue siendo) una rareza. Que es todo un acontecimiento. Por su inteligencia crítica, su lucidez y su profunda lección. Por encima de todo, porque demostró lo que la literatura era capaz de hacer, y a cuántas personas se podía llegar sin necesidad de agradarlas o embrutecerlas. Su poesía es el resultado de un inmenso trabajo: cada página es un testimonio del poeta que era, que es Paz.
José de María Romero Barea (Córdoba, España, 1972) es profesor, poeta, narrador, traductor y periodista cultural. Autor de poemarios como Resurrecciones(Asociación Cultura y Progreso, 2011), (mil novecientos setenta y) Dos (Ediciones en Huida, 2011) y Talismán (Editorial Anantes, 2012), un mínimo de racionalidad un máximo de esperanza (Ediciones Alfar) y Europa aplaude (Ediciones Paralelo), y de la trilogía narrativa Interrupciones, formada por Hilados Coreografiados (Ayuntamiento de Aguilar de la Frontera, 2012), Haia (Edizioni Nuova Cultura, Universidad de Bérgamo, 2015) y Oblicuidades (Editorial Anantes, 2016). Su última novela se titula Mitze Katze (Ediciones Amargord, 2016).
[1] Las Obras completas de Octavio Paz se encuentran en la editorial Galaxia Gutenberg.