Una vez pasadas las fiestas de navidad, procede hacer un balance de la situación. Más que nada, para ver cómo paliamos los efectos de tantos días de excesos.
En el apartado físico, el resultado del estudio es desolador y los daños colaterales, importantes: No sólo nos hemos gastado buena parte de la paga extra en comidas más o menos exóticas, sino que, además del dispendio, hemos engordado un par de kilos y hemos perdido esa precaria forma física que nos acompañó todo el otoño, por lo que, por un lado, procede empezar una dieta tan severa y efímera como la del año pasado. Por el otro, hay que andar diez kilómetros todos los días, sin ningún tipo de excusa. A ver si levanta esta puñetera niebla y templa un poco, que hace un frío que pela.
Queda por resolver el asunto de los dulces sobrantes, que no apetecen a nadie, no sólo por el aporte calórico, sino porque ese turrón se está poniendo algo pringoso y los roscos de vino no me han gustado nunca. Con toda seguridad, dentro de unos días, cuando alguien observe que siguen estando en el mismo sitio, se irán al cubo de la basura. Como el año pasado.
En la parte emocional la cosa va mejor, aunque hay algún elemento perturbador. Porque también en estas fiestas cometemos excesos emocionales.
Vamos a ver: ¿Por qué le tengo que desear un año nuevo colmado de felicidad al vecino, del que sospecho que me roba la wifi cada vez que me descuido, y que cuando coincidimos en el ascensor no es capaz de mirarme a la cara –será el sentimiento de culpa– y se pasa el viaje mirando para el techo, como un pasmarote; o al policía municipal que me puso una multa la semana pasada por cinco minutos que dejé el coche en zona de carga y descarga, ¡Cinco jodidos minutos!; o al jefe, que me putea todo el año, que me escatima un euro siempre que puede y que cree que todo queda olvidado con una cena de empresa, en la que invita a unas fuentes de langostinos congelados y a una paletilla de cordero australiano?
Menos mal que, algunas veces, vienen los hijos, con los nietos, que hace un mes que no vemos.
¡Qué placer y qué relajo da ver a los últimos jugando al fútbol en el pasillo con esa expresión compungida que ponen cuando rompen esa figura que nos gustaba tanto….!
Y sus caritas felices con sus consolas, tablets, muñecas y demás juguetes repartidos por el sofá y la alfombra y con los envoltorios por todas partes…
Hoy no toca hablar de otros muchos niños, con el mismo derecho a ser felices que los anteriores pero que no tienen esa sonrisa luminosa Y no la tendrán, porque pertenecen a ese grupo –desgraciadamente, cada vez más numeroso– de familias que han traspasado el umbral de la pobreza, en las que no hay ningún tipo de ingreso, que sobreviven casi de milagro y que, a pesar de las palabras del Mariano Rajoy de turno, no ven la luz al final del túnel, sino una oscuridad cada vez más agobiante.
Definitivamente, no me gustan las Navidades.