Misinda Moure

Hace unas semanas que murió en Ponferrada Misinda Moure, casi centenaria. Misinda, que era de Lalín, de esa Galicia pontevedresa que tiene un toque lucense, e incluso orensano, era amiga de mi familia, la madre de una de las mejores amigas de mi hermana Belén. Misinda Moure se casó en Ponferrada allá por 1955 con Antonio León, un hombre industrioso, cordial y creo que berciano, aunque de esos bercianos que se parecen mucho a los gallegos, que no todos nos parecemos igual.

 

Misinda fue muy gallega y aunque vivió en el Bierzo más de sesenta años, no perdió un ápice de su condición natal. Yo la traté mucho en los tiempos fundacionales de mi galleguismo, que fueron muy intensos, y que de alguna manera perduran en mis cientos de libros escritos en ese idioma. Feliz cosecha de la literatura más encantadora de Iberia, la más misteriosa y fantástica, la del humor más fino. Exceptuando a Cervantes, claro, pero don Miguel llevaba apellido gallego.

 

Misinda me invitaba a café con pastas en su casa, justo en frente de donde vivía mi familia, ella en la fila de los números pares de la avenida de España y yo en la de los impares. Era un tiempo algo remoto ya, porque por la ventana de su salón yo veía el almacén de mi padre y mis tíos, aún abierto entonces, con mis parientes a la puerta tantas veces, y otras gentes que iban por allí a pasar la tarde, charlando del cielo o de la Ponferradina, de Franco o de los impuestos abusivos que gravaban a los pequeños negocios societarios.

 

Aquel mundo se fue, aunque no la lluvia y el buen humor berciano, la ironía que siempre invadió, para bien, nuestros bares y terrazas, nuestros lugares de trabajo incluso. Aquel mundo se fue pero Misinda tardó mucho en irse, tuvo suerte, tuvo vida larga, y yo formé parte de su amistad, siempre alrededor de la cultura gallega. Misinda era una gran lectora, y conocía a muchos estupendos escritores del noroeste, entonces en plena actividad. Recuerdo a unos cuantos, casi todos ellos ocasionales visitantes de su casa en la Puebla ponferradina. Misinda era una especie de embajadora de Galicia en el Bierzo, embajadora pese a que Galicia está apenas veinte kilómetros de la tierra de don Enrique Gil y Carrasco. Pero no es lo mismo ser gallego que ser berciano, como bien resaltan los bercianos que viven en la hermana y bellísima tierra de Álvaro Cunqueiro.

 

Ella me hablaba de aquellas visitas de escritores galaicos, que a mí me sabían a gloria bendita. Y creo que en una ocasión llegué a coincidir con uno de aquellos borrosos narradores y poetas que iban o volvían a Galicia: Xesús Alonso Montero. Misinda adoraba la cerámica de Sargadelos, tenía una sobrina que se casó con la dueña de un pazo, cosas que sonaban a Valle-Inclán, y que hacían todavía más hermosas aquellas visitas mías a su casa, en tardes interminables, que iban mezclando temas y libros, y siempre al fondo el recuerdo, muy remoto, de su primer marido, un pianista romántico que murió muy joven. Misinda Moure estuvo en el funeral de mi padre y en el de mi madre, e intervino en ambos desde el altar del tiempo y de don Ramón Otero Pedrayo, que era muy católico. Ella dominaba el pasar de los años, que no sabían cómo cambiarla un poco. Un secreto que era hijo de su condición de gallega culta, fiel a su tierra, enamorada del decir de los hijos de Breogán, aunque Breogán no existiera, lo que por otra parte era lo de menos. Lo que importaba era su raíz húmeda del noroeste, sus bosques y ríos, y su pasión por los libros y por la vida, lo que viene a ser lo mismo.

 

CÉSAR GAVELA

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