En 1913 fue nombrado canónigo de la colegiata de Villafranca un sacerdote llamado Metodio Gómez. Nacido en Toral de los Vados en 1864, había ejercido su ministerio en varios pueblos de la diócesis hasta que en 1909 le encomendaron las clases de Historia de Grecia en el seminario de Astorga.
Sucedió entonces, inesperadamente, que el cura berciano resultó ser un profesor muy heterodoxo, liberal y provocador, y el obispo se vio obligado a apartarlo de su carrera de enseñante. Para endulzar su ostracismo, el prelado –que sentía verdadero afecto personal por Metodio Gómez- le ascendió a canónigo y le envió a la pacífica Villafranca. Cuando llegó a la ciudad, los demás compañeros del cabildo no ignoraban que el nuevo canónigo había sido confinado en las orillas del Burbia como consecuencia de sus atrevidas –y, al parecer, deslumbrantes- descripciones amatorias de los dioses helénicos, donde Metodio Gómez enfatizaba con mucho brío el recuento de las prácticas homosexuales, tanto de las damas como de los caballeros.
Contra algún pronóstico, Metodio Gómez llevaba una vida muy tranquila en Villafranca, ajeno a cualquier melancolía y enemigo de cualquier rencor. Aceptó su vida menor y apartada. Alojado con su hermana Diolinda en la calle Pedro de Arén, dedicaba la mañana a los cánticos en la cercana colegiata y luego, antes de comer, solía pasear por la Alameda en compañía de otros clérigos. En cuanto a sus tardes, las dedicaba por entero a la ciencia humanística. A las lecturas, los comentarios, las traducciones, las exégesis… Feliz entre los anaqueles de su biblioteca, el canónigo profundizaba en el legado cultural de la Grecia clásica, especialmente en su mitología, y estaba tan embebido en ello que muchas veces no veía entrar ni salir a su hermana Diolinda a media tarde, cuando le traía la merienda ritual de café con leche y picatostes.
Fruto de aquel ciclópeo esfuerzo, se publicaría en Valladolid en 1922 su monumental obra “Diccionario de los Griegos Disidentes”, con prólogo del general berciano Gómez Núñez, remoto primo suyo. Todavía hoy, en viejas librerías de lance, se puede localizar algún ejemplar del voluminoso tratado de Metodio Gómez: un texto que sería vapuleado por la crítica de su tiempo. Baste decir que el propio Miguel de Unamuno definió aquella obra como una “filfa maliciosa y huera”.
Un día de marzo de 1925 Metodio Gómez, que se había jubilado dos años antes, cuando se suprimió el cabildo de la colegiata villafranquina, salió a dar un largo paseo. Cuando llegó al castro de Bérgidum se sentó sobre una ancha piedra labrada y permaneció largo rato disfrutando de la magnífica vista circular del Bierzo que desde ese paraje se contempla. Al poco rato el canónigo tuvo un gran deslumbramiento, pues recordando que el pico del Aquiana era el monte sagrado de los astures, resolvió que bien podía ser considerado como el Olimpo de la mitología regional. Las lomas azuladas que batían en lontananza, y la nieve de la cima, serían para Metodio Gómez el rostro exacto de la fuerza divina primordial de la comarca.
A partir de aquella tarde, el presbítero, pese a que ya era un hombre de edad, comenzó a concebir la mitología berciana. Algo cansado ya de sus estudios de los dioses helénicos, encontraba ahora en la tierra natal la razón de su vida como hombre de ciencia humanística y como legítimo impostor. “Tan verdadera será la mitología del Bierzo como la de Grecia –escribiríaMetodio Gómez a Ramón Menéndez Pidal-, “puesto que una y otra son producto de la imaginación de los hombres”.
El canónigo tenía sentido del ridículo y nunca incurrió en poner nombres a las fuerzas divinas. Era un inventor respetuoso. Metodio Gómez descubría esas fuerzas pero mantenía la toponimia. Aquiana así, paso de ser monte a ser diosa. Y los ríos eran héroes hijos de los dioses montes. Todos menos el Sil, concebido como esposo celestial de la diosa Aquiana. El Oza era el río divino por antonomasia puesto que había nacido de la unión del Sil y de la Aquiana. De los demás ríos del Bierzo, Montotuto fecundó al Selmo, Capeloso al Valcarce, Miravalles al Cúa, Mostellar al Burbia, Catoute al Boeza… La mitología que urdió Metodio Gómez era de matriz casi exclusivamente geográfica y en ella el lago de Carucedo aparecía como una doncella hija de Júpiter latino, siendo las Médulas el cabello cobrizo de esa doncella. La Cabrera y Omaña surgían como una suerte de tinieblas exteriores y Laciana era una hija díscola del padre Sil.
Los enemigos de los dioses bercianos estaban allende Manzanal. Los amigos, allende Piedrafita. El Averno era el Teleno maléfico. Su arboladura, visible desde tantos puntos del Bierzo, era la constatación de una amenaza permanente, pero también el acicate para la unión, la astucia y el denuedo.
Metodio Gómez hizo muchos viajes al pico de la Aquiana. Llegó a ser muy conocido y apreciado por las gentes de San Adrián de Valdueza, la aldea donde se hospedaba durante sus batidas. Un día de febrero de 1929 salió desde allí muy temprano, dispuesto a pasar la jornada en la helada cima del pico. Llevaba un copioso almuerzo y calzaba sus fuertes botas de cuero. El día estaba nublado y caía aguanieve. Un labrador de San Adrián le vio subir, más contento que nunca, ajeno a la galerna que sacudía la cumbre. No mucho tiempo después, Metodio Gómez se perdió entre la cerrada bruma. Nadie le volvió a ver nunca más. Ni vivo ni muerto.
CÉSAR GAVELA