Fran Martínez Álvarez
Desde que el primer ser humano apareciera sobre la faz de la tierra, no ha conocido bien más grande que su propia salud, por eso desde siempre ha luchado por conseguirla y cuando le ha faltado, ha buscado la manera de recuperarla, acudiendo a infinidad de remedios que tuviera a su alcance sin faltar la imprescindible ayuda de sus semejantes. Aun así, no sería posible ni tan siquiera imaginar, los muchos padecimientos y dolencias que ha tenido que soportar la humanidad doliente a lo largo de toda su historia en el mundo entero, aunque en esta ocasión serán protagonistas las tierras leonesas de la alta Cepeda, desde que en ellas se asentaran las primeras tribus de los Amacos hasta nuestros días.
No serían menos los sufrimientos de aquellos moradores, que durante varias centurias, se vieron obligados a compartir residencia y costumbres con las legiones romanas, asentadas en estos mismos parajes, con el claro fin de arrancarles la mayor cantidad de oro posible para presentarlo a su querida y anhelada Roma. Numerosas brechas y heridas mortales dejadas en el terreno con nombres de coronas, cárcavas, canales y médulas permanecen dejando un claro testimonio de tantos padecimientos, aliviados con las pócimas de algún curandero, las plegarias hacia alguna divinidad o la agonizante espera de la muerte. Todo ello con el único consuelo, para algunos, de un Dios compasivo y misericordioso que los acogería en el paraíso y, para otros, un esperado barquero que transportaría sus almas al mundo infraterrenal.
Con el paso del tiempo, tampoco tuvo que ser nada fácil la convivencia con la civilización musulmana, mucho menos pacífica y con fines más dañinos, dejando la ciudad de Astorga y las comarcas aledañas incluida la Cepeda totalmente arrasadas, sin dejar otra cosa que no fuera muerte, destrucción y lágrimas.
En el año 750, el Rey Alfonso I de Asturias decidió terminar de destruir la ciudad de Astorga y la Cepeda, llevándose con él a todos sus pobladores para ponerlos a salvo al otro lado de las montañas asturianas. La barbarie y desolación dejadas atrás solamente tendrían un consuelo para estas tierras pues quedarían yermas pero a la vez ausentes de cualquier enfermedad y dolor humano al quedar deshabitadas durante más de 100 años.
“No hay mal que cien años dure”, decían nuestros antepasados; para ellos, la primavera, siempre fue un símbolo de renovación y esperanza y así mismo sucedió aquel lejano año 853 en que la estación de la alegría, vistió con su verde y florido manto estos mismos campos, engalanando una antigua calzada romana que los atravesaba hacia el Bierzo. Por ella, entró triunfante el que sería su salvador: el Conde Gatón, que acompañado de su mujer Egilona y su séquito, se adentraron para repoblar aquellos predios desiertos, donde se fueron asentando bercianos, gallegos, asturianos y gentes venidas del sur; y así, al lado de arroyos y fuentes de agua cristalina, fueron renaciendo rústicas construcciones y frondosos huertos formando las actuales poblaciones cepedanas. La convivencia pacífica entre ellos adquirió protagonismo pero también lo tuvo la enfermedad, atribuida a merecidos castigos divinos, combatidos tan solo con incesantes súplicas y plegarias hacia un Dios omnipotente que era el que la mandaba y el único que tenía el poder de quitarla.
Con este pensamiento se levantaron iglesias, torres y campanarios que anunciaron penas y glorias pero también, como no podía ser de otra manera, a su lado crecieron camposantos como lugar de última morada a donde irían a descansar sus moradores ausentes ya de dolor y enfermedad, culminando con la propia muerte, inevitable a toda criatura humana.
Así fueron pasando agotadores veranos, grises otoños y gélidos inviernos, pero también llegaron frescas primaveras que con su despuntar anunciaban cantos de vida y esperanza como presagio de otros ansiados renaceres.
Fue en el año 1192 cuando floreció una nueva primavera iluminando el Cueto de San Bartolo, el faro que proyectaría luz y esperanza a todos los moradores de la Cepeda. A ella, llegaron los Hospitalarios de san Juan de Jerusalén con la única misión de practicar la caridad, ayudar a los enfermos, caminantes, peregrinos y gentes de estos lugares que encontraron en ellos su salvación. Para ello, levantaron en el pueblo de Villameca, adosado a su ermita y al propio cementerio, un pequeño hospital dedicado al médico divino san Blas. Estaba atendido este por freires hospitalarios y no solo servía como centro sanitario, sino también como asilo y hospedería, cubriendo a la vez necesidades de pobres, peregrinos y la tan necesaria por entonces “ayuda a bien morir”.
Así fue como durante varios siglos gozó la Cepeda de gloria y esplendor, hasta el fatídico día en que unos gobernantes pusieron sus miradas en aquellas manos humanitarias que se desvivían en atenciones hacia los más necesitados, señalándolas con el nombre de manos muertas y desahuciándolas de todas sus propiedades. El resultado de aquella fiebre desamortizadora fue la desaparición de numerosas cofradías y hermandades que en la Cepeda, sostenían la humanitaria labor de socorrer y aliviar a los más desfavorecidos, proporcionando también la “ayuda a bien morir” junto con un entierro digno a los que nada poseían. Por tal motivo, también fueron muchas las gentes que quedaron desamparadas y expuestas a la Divina Providencia, confiados en que el Dios que daba la llaga también mandaría la medicina, aunque esta nunca llegara y tuvieran que abandonar el mundo de los vivos sin encontrar remedio ni cuartos para remediarlo, quedando testimonio en libros de difuntos, señalando que “murió con lo puesto”.
La desaparición de la Orden Hospitalaria tuvo lugar pocos años más tarde, siendo el Papa Pío IX el que la suprimió, motivo para que los hospitalarios también se tuvieran que marchar de tierras cepedanas. Pero la rueda del mundo siguió andando y también las gentes, que con cierta conformidad, seguían asimilando la enfermedad como una prueba que el bondadoso Dios mandaba a los que tanto quería, aunque ya se vislumbraba un futuro más halagüeño buscando otros medios más eficientes para erradicar el dolor o cuando menos aliviarlo. La práctica de acudir al auxilio divino continuó siendo costumbre habitual por lo que numerosas iglesias y santuarios se colmaron de exvotos (ofrendas dejadas por los fieles como agradecimiento por curaciones de enfermedades y accidentes) destacando el desaparecido Santuario del Socorro de Donillas cuyo camarín aparecía repleto de ofrendas como testimonio de auténticas curaciones o milagros.
Ciertamente, el auxilio divino no siempre era eficaz pero llamar a un médico seguía siendo un sueño al alcance de muy pocos, de manera que se hizo necesario acudir a la medicina doméstica y remedios caseros. Para ello, infinidad de hierbas medicinales cumplieron su cometido: ungüentos, cataplasmas, friegas, fervidos de vino con miel, vahos de melisa, beleño y adormidera, unturas de aceite o manteca de cerdo y hasta practicar sangrías o la tan dolorosa aplicación de un hierro candente, que en el semanario de agricultura dirigido a los párrocos figuraba como remedio infalible para la mordedura de vívoras.
Cuando se presentaban enfermedades obstructivas o reumáticas y si la economía lo permitía se acudía a los denominados baños. El pueblo hospitalario de Valbuena, disponía de hospederías y de un balneario de aguas ferruginosas, cuyas excelentes propiedades junto con el descanso y mejor alimentación, favorecían la vuelta a casa de los enfermos (sanos como robles) aunque con cierto resquemor en el bolsillo, manifestado en la despedida de esta manera:
Adiós pueblo de Valbuena
y tus aguas minerales
tú te quedas nuestras perras
pero también nuestros males.
Si hay algo que engrandece a todo bien nacido es ser agradecido, por ello, sería injusto no mencionar, que fueron muchas las gentes que se beneficiaron del auxilio de la beneficencia del Ayuntamiento para adquirir medicamentos o para ir a curarse al Hospital de León. El medio de transporte más frecuente era el burro, por ello, en casi todas las casas se disponía de tan preciado animal, pues “como decía aquel”:
El que tien burro y alforja
Va y vien cuando se le antoja
Con todo y con ello, después de obtener “unas perras” del Ayuntamiento, “se arrebujaba” al enfermo de un tapabocas o de un pesado capote, se montaba en el animal y “ale que ale” por caminos intransitables de barro, atravesando regueros y arroyos, aguantando frío, viento, lluvia o nieve y el propio dolor humano para llegar a “trancas y barrancas” al ansiado Hospital de León. Mientras el enfermo permanecía ingresado, también el burro esperaba en las caballerizas del Hospital para devolver a su amo sano y salvo a casa, aunque desgraciadamente a veces volvería sin vida, atado boca abajo y cubierto con el mismo capote, “con la cabeza gacha y paso lento del animal” como si también este sintiera el dolor de tan terrible desgracia humana.
Afortunadamente, desde que el mundo es mundo, todos los tiempos han tenido su Mesías y también a estas tierras llegó su anhelado redentor. Su nombre era don Cayetano Bardón, su procedencia de Rosales de la Lomba y su inesperada aparición fue una prometedora primavera del año 1846 cuando el Camino Asturiano se desplegó de verdor y las ramas de los robles centenarios inclinándose en incesantes balanceos, lanzaron susurros y halos de frescor para recibir, montado en su caballo alazán, al que sería su salvador.
Continuará.
Excelente trabajo. Estoy esperando impaciente la continuación.
Muchas gracias . Muy pronto conoceréis el final feliz de esta historia
Una narración preciosa. Un relato en el que se describe de forma ordenada y amena tantas vicisitudes sufridas por las gentes de la Cepeda, desde sus antiguos pobladores, los Amacos, hasta casi la actualidad.
La resignación con la que la gente afrontaba las enfermedades, para las que había escasísimos remedios.
Como dice el autor, acudiendo a remedios caseros, y siempre dejándolo en manos de la Divina Providencia. No es de extrañar que en aquel año de 1846 vieran su salvación con la llegada de su salvador.
Mi felicitación por el artículo. Me ha encantado.
Muchas gracias por el comentario.
También a mi me ha encantado ,que se entienda el mensaje de esta historia.
Pero esperemos a conocer el final.
Gracias por tan detallado comentario. También a mi me ha encantado que se vaya entendiendo el mensaje de esta historia pues: Falta el final.
Pronto lo conoceréis.
Muy buena narración y muy bien relacionada. ¿Para cuando la continuación?
Enhorabuena por tan buen trabajo
Me alegro que gustara esta historia.
Muy prontito conoceréis el final
Muchas gracias.
Me gusta.
Me encanta la lectura de estos temas que hablan de nuestra historia y de las vivencias de nuestros antepasados.
Además, el autor lo describe todo con mucha claridad y mucha sencillez.
Mi felicitación.
Muy buen artículo que nos muestra la dura situación de las gentes que tenían que enfrentarse a las enfermedades sin más recursos que sus propios remedios.
Enhorabuena al autor! Deseando conocer el final!
Genial idea es, culturizarse con las vivencias de nuestros antepasados; De ellos podemos aprender muchas lecciones que,llevadas a la práctica, harían que la vida en este mundo fuera”una balsa de aceite”
Gracias por el comentario.
Un abrazo.