Vivía junto al mar. Un hombre que vive junto al mar se suele levantar temprano, oiga o no las campanas de la catedral. César Gavela se nos ha ido, pero volverá a regresar cuando suba la marea y desde el otro lado de las páginas más bellas de esta tierra ya solo las palabras reconstruyan la historia del mundo. Solo incondicional a la amistad, César no cruzó otra puerta que no fuese la de los dones civiles de la escritura, novelas mágicas del que cierra los ojos para ver más allá de la terca obviedad de lo presunto, relatos donde se hospedaron los seres que abandonan el aserrín de la jurisprudencia para hallar refugio en otros párrafos de la existencia, cuentos tan perfectos que rozan la locura real de los iluminados.
El tren de la vida llegó a la última estación de los sueños, y el escribidor, sin otro equipaje que una maleta con sus libros, retorna a la ciudad del puente de hierro, al lugar de la fundación mítica de su fábula, a la misma diócesis de Antonio Pereira y el laico apóstol del lenguaje Ramón Carnicer. El círculo se cierra, con él desaparece el aura de una trinidad que elevo a categoría de leyenda el espacio verbal de una tierra que ya nunca podrá demoler la usura del tiempo.
Tuvo por bandera el desacato de la sonrisa ante los imbéciles, no compartió mesa con los menesterosos de la caligrafía, no cedió ante el reclamo de las sirenas que persiguieron a los argonautas de Ulises. Siempre supo que la única verdad de la literatura reside en el esforzado trabajo del silencio, y que nada tienen que ver sus frutos con la comedia de las prevaricaciones y la publicidad vergonzosa de los correveidiles. A solas, sin más herramienta que la de una imaginación prodigiosa, construyó sílaba a sílaba un universo utópico en el que dio cabida a cuanto expulsa de la cultura humanista el prestigio de la basura.
No lloraré en silencio su pérdida, su permanente sonrisa, la socarronería de sus inmortales personajes no permitirían el duelo. César Gavela escribió contra la muerte, e hizo del elogio de la vida, de la disidencia crítica, del dicterio contra los espectros del poder, un tratado de amparo para con los débiles, los desapercibidos, la gente humilde, los extravagantes escribanos, los solares lunáticos que se pasean por las calles insólitas de sus ciudades de papel.
A nada ajeno, su memoria literaria nos lega el más preciado de los documentos en los que puede testimoniarse un hombre, la presencia del valor moral de cuanto significa la persona enfrentada al destino de su época. “En la adolescencia –declaró en una entrevista–, descubrí la literatura, y poco después tomé conciencia de la inmoralidad y violencia del régimen franquista, enemigo de la libertad y de la cultura”. De esa patria de los dignos provenía su manera de estar en el mundo, de la noche y de la delicadeza, de los valles del Bierzo y las enseñanzas éticas de la conducta, tan presentes como duraderas en el devenir de su vida.
Compartimos bellas causas secretas, viajamos juntos por lugares donde solo se extravían los perros lazarillos y los ángeles expulsados del último paraíso, amábamos a amigos semejantes y siempre admiré su forma de no conceder tregua a la hipocresía y al deporte lírico del fingimiento. Con él se cierra un capítulo sustancial de nuestra crónica civil elevada a categoría crítica, una obra literaria donde ha de permanecer, una vez que el tiempo acabe, el latido más noble de la condición humana, la modélica conciencia –como termina la última línea de una de sus novelas– de su persona “más viva que nunca”.
Vivía junto al mar, y frente a esa inmensidad se echará de menos también la suya. En su tan querida ciudad, Ponferrada, algún puente hacia más remotas estrellas debería llevar su nombre: “A César Gavela, que ingenió este mundo”.
Juan Carlos Mestre