El Bierzo es tierra de poetas. Hombres y mujeres melancólicos que descubren un día que la palabra es el campo más dulce e intenso del vivir, el más misterioso e imprescindible. Aunque la mayoría de la gente no piense igual, no les entienda, incluso las considere personas fantasiosas, demasiado románticas, demasiado fuera del mundo.
Tal vez por ello Mayte Selmo Ribera, ponferradina que se dedica a su trabajo de visitadora médica, no ha querido desvelar nunca su pasión por la palabra. Su trabajo intenso y honrado con el lenguaje, su modo de estar en la vida tan hermoso y a la par secreto. Mayte Selmo Ribera, que se divorció muy joven, es una poeta mucho más que digna: algunos de sus versos alcanzan una belleza que te desarma y te emociona hasta el límite. Aunque nunca hay límite.
Yo he podido leer esos poemas: Mayte es amiga de la familia desde hace muchos años; su madre y mi madre eran íntimas. Y yo pasé, en mi juventud, largas tardes en la casa de los Selmo Ribera, en la calle Hornos, charlando con esa familia de personas educadas, serenas, discretas, cultas. Con don Ramón Selmo, profesor de secundaria; con doña Margarita Ribera, maestra nacional; con Andrés, hermano de Mayte, un hombre estudioso, especialista en sociolingüística y profesor desde hace años en una universidad de Pennsylvania. Y con Mayte, naturalmente, que ahora debe andar por los cincuenta y ocho años, calculo, y que siempre ha sido una mujer diferente. Licenciada en filología, lúcida, viajera y con un sentido del humor que tal vez no cabría esperar de una dama tan profunda y tan dada a las dulces tristezas que tantas veces fecundan la palabra, que crean el poema.
-No he querido publicar nunca ningún verso -me dijo-. Es una decisión firme.
-¿Y eso, por qué?
-Porque la poesía y yo estamos en plenitud. No necesitamos nada más. Ni editores, ni lectores, ni entrevistas, ni viajes, ni lecturas públicas de mis versos.
-Me cuesta mucho entenderte.
-Es muy fácil: me basto en lo que soy y en lo que quiero, con escribir. Escribo para mí, no para los demás.
-Pero eso no es suficiente. Es bueno que haya personas que conozcan tu mundo, tu modo de abordar la palabra, la imaginación, el lenguaje…
-No pienso igual. Yo ya estoy en la vida bien fuertemente. Cada día tengo que visitar a varios médicos. Viajo por toda la provincia: mis clientes me unen a la vida. La poesía me une al misterio. El misterio debe estar oculto.
-¿Y qué has descubierto con esa actitud?
-Me he encontrado a mí misma. ¿Te parece poco?
-Desde luego que no.
-Si tú escribieras versos, te pasaría igual. Pero eso ha de vivirse como una fuerza imposible de vencer. La tienes o no la tienes.
Mayte Selmo me miraba con una mezcla de ternura y de lejanía. Yo ya no sabía qué decirle; estábamos tomando un café en la avenida de España.
-Me ha gustado mucho verte después de tantos años -me dijo-. Sigues siendo el mismo.
-¿Y es bueno seguir siendo el mismo?
-Seguro que sí. Para la poesía y para la vida. Siempre soy aquella niña que tú conociste cuando eras algo mayor que yo. No he cambiado nada. Tú tampoco has cambiado, estoy segura.
Luego se despidió de mí, tenía que ir a Astorga a ver a un urólogo; eran las cuatro de la tarde.
-Adiós, poeta.
CÉSAR GAVELA