Por diversas razones desde hace algunas semanas he faltado a la cita con los lectores. Pido disculpas al tiempo que manifiesto la alegría del retorno. Sin duda el acontecimiento más relevante ha sido la enfermedad y la muerte de mi padre. Acostumbrado como está uno a celebrar cientos de entierros debería uno estar vacunado para asumir la muerte sin grandes sobresaltos. Así mismo es fácil caer en el tópico de pensar que, tratándose de una persona anciana, ya no tiene por qué ser tan dolorosa la pérdida, pero cuando uno lo experiencia en carne propia comprende bien que es un craso error pensar así, puesto que la avanzada edad no es razón para evitar el vacío que deja su partida, sobre todo cuando se trata de un ser realmente querido.
Sabemos, no obstante, que hay personas que sí tienen ganas de que lleguen algunas muertes, tanto para quitarse el muerto de encima como por la voracidad de heredar. No es este mi caso y resulta realmente vomitivo cuando así sucede. Podemos decir, por tanto, que cuando la muerte de un ser querido produce dolor es buena señal, puesto que ese dolor nace del amor. No hay dolor cuando no se ama.
Hace muy pocos días se celebró en las diversas iglesias un rito muy elocuente: la imposición de la ceniza. No importa que muchos pasen de todo esto. Olvidar que somos polvo y al polvo volveremos es una manera muy buena de engañarse. Hay quienes viven como si esta vida no se acabara nunca o como si pudieran llevarse al otro mundo el camión de la mudanza con todas sus cosas. Pero, sobre todo, la mayor ingenuidad es pensar que el futuro va a depender solamente de nosotros, excluyendo a Dios.
Para el no creyente el rito de la ceniza puede ayudarle a salir de la autosuficiencia, pero para el creyente significa que aunque somos barro, somos mucho más que barro. Y que el poder del Creador va más allá de la muerte. De no ser así la muerte sería el mejor argumento para la desesperación. Afortunadamente la esperanza no es lo último que se pierde, sino que en realidad es más bien lo que no se pierde nunca.