Marta Quilós

 

Era bella y era niña. Hija de un empresario de minas, vivía en Ponferrada en los años 60 como una princesa destinada a todos los prestigios y luces. Marta Quilós lo tenía todo, la gente lo decía por las casas y familias. Era muy bonita y era rica, y muchos niños de la ciudad estábamos enamorados de ella. De ojos grandes, pelo castaño, cuerpo muy bien formado, de estatura media, de una voz sugerente y grave. Marta Quilós era buena estudiante y tenía dos hermanos que siempre iban con ella, como escuderos frente a los peligros diversos de la vida y de los hombres malos. Porque los hombres solían ser malos. O eso le decían por entonces a las niñas.

Marta Quilós Páez se fue a estudiar Filosofía y Letras a Santiago de Compostela. Allí, en la ciudad de la piedra y el agua, de los libros y los estudiantes seductores y barbados, gallegos de acento cálido, muy hábiles en envolver con palabras y con gestos muy estudiados, aunque aparentemente espontáneos, Marta arrasó. Su belleza, su mirada de fondo libre y extraño, su modo de fumar –porque fumaba desde muy joven-, su apuntarse a todas las heterodoxias de la carne y el espíritu, aunque de momento solo en el plano teórico, eran irresistibles para los mozos de las comarcas de Galicia, para los soñadores de las pequeñas ciudades y para los ambiciosos que querían ser notarios o cirujanos, y que normalmente acabarían siéndolo.

Ella enamoró a cientos, pero se entregó a muy pocos. Aunque muy pocos allá por 1974, eran muchos. Yo la había querido en secreto, ya desde la escuela en la que coincidimos un tiempo, antes de que ella se fuera a estudiar a las concepcionistas y yo a San Ignacio. Nunca, sin embargo, se lo dije. Tampoco cuando la veía alguna vez por la calle, en la juventud primera, de bruma y Franco, en la ciudad de los dos ríos y las mil nieblas. Y de los mineros que se iban a los tajos al amanecer, en estrepitosos autocares de empresa. Nunca le dije nada, no me atrevía. Y eso que algo notaba en ella hacia mí. Como una ternura envuelta en humor. Acaso, también, una cierta curiosidad.

Nunca más la volví a ver. Nuestros destinos nos llevaron a ciudades alejadas. Ella a La Coruña, yo a Valencia. Pero me llegaban noticias de Marta Quilós, ocasionalmente. Cuando yo iba a Ponferrada, alguna vez preguntaba por ella; teníamos un conocido común. Y así fue que un día supe, hace ya muchos años, que había caído profundamente en la droga. En ese mundo que se llevó por delante a tantas de las mejores rosas de la juventud española. Supe que andaba con gentes siniestras, ella que era una princesa. Supe que vestía como una pordiosera, y que se había fundido cantidades enormes de dinero que su padre enloquecido le seguía mandando, dinero envuelto en lágrimas de su madre, en estupor de sus hermanos incapaces de poner orden en aquella alma rota por la heroína. Pero ninguno de sus internamientos sirvió para nada, más allá de financiar la palabrería de gurús aún más estafadores que bienintencionados.

Marta… Pasó mucho tiempo sin saber nada de ella. Pasaron, en realidad, todos los años. Pero un día, hará dos otoños, puse su nombre en el buscador añadiendo el nombre de una ciudad donde me dijeron que vivía, una ciudad del norte, y vi su dirección. Miré luego en el Google Earth su calle, su casa. La calle era un callejón de Bilbao, y la casa un edificio decrépito, casi en ruinas. Amplié la lupa del programa y llegué a ver su nombre, escrito a mano con rotulador en un cartón. Marta Quilós Páez, primero izquierda. Unos días después me atreví a escribirle una carta, donde le agradecía que hubiera sido, sin ella saberlo, una diosa de mi adolescencia. Pero no me contestó. No sabía entonces, no podía saberlo, que había muerto un año antes. En el hospital civil de Basurto.

CÉSAR GAVELA

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