De niño solía ir con algunos amigos a jugar al campo de deportes de Compostilla. Nos juntábamos delante de la iglesia de San Ignacio y luego hacíamos el camino andando. Pasábamos junto al barrio de las Encinas y el colegio de las Alemanas, y a partir de ahí solo quedaban arbustos y las vías estrechas de los pequeños trenes mineros que unían los tinglados de la Placa con las instalaciones de la vieja central térmica de la MSP.
Después de la central bordeábamos la inmensa escombrera de carbón, esa montaña negra que llegó a tener casi cien metros de altura por encima del barrio de la Puebla. Aquel paisaje tan insólito y negro a mí me fascinaba y algún tiempo después, cuando ya dejamos de ir a jugar a Compostilla, yo seguía yendo por allí a solas, para disfrutar de la sensación del carbón venciendo al mundo, y por ver pasar los convoyes gobernados por maquinistas con el rostro tiznado de hollín. Unos hombres que accionaban el silbato de sus locomotoras de juguete cuando me descubrían en la cuneta del balasto teñido de hulla.
Una tarde, estando yo sentado en el suelo, carca de los raíles, apareció por allí un hombre.
-¿Qué haces aquí? -me preguntó.
-Busco fósiles -le respondí un poco asustado.
-Aquí no los hay -me dijo Lucas Valledor.
Y lo dijo con una voz tan misteriosa, que yo no supe que contestarle. Transcurrieron unos instantes de silencio, y cuando iba a despedirme de aquel hombre, que vestía muy correctamente, Lucas Valledor me dijo:
-Yo vivo aquí, en esta montaña. ¿Quieres conocer mi casa?
Comenzamos a caminar por la vía férrea. Unos cien pasos más tarde, salimos del tendido y entramos en un paisaje febril y totalmente negro: lomas, desfiladeros, quebradas, tolvas: como un mundo aparte.
-¿Te gusta esto? -me preguntó.
Yo no sabía que responder pero le dije que sí, que me gustaba mucho. Un rato después, me atreví a preguntarle:
-¿Trabaja usted aquí?
-No –me dijo-. Yo soy revisor de los trenes que van a Villablino. Aquí solo vivo.
-¿En la montaña?
-No conozco sitio mejor que este. Al menos en Ponferrada.
-Pero aquí trabajan los obreros, señor –le dije-. Le verán y le dirán que se marche. Le denunciarán.
-Ahora ya se han ido. A las siete lo dejan y yo nunca vengo antes. Cuando me marcho, muy temprano, todavía no han empezado a trabajar.
Llegamos poco después al campamento de Lucas Valledor. Era abrigo semioculto en un declive de carbones desechados. Dos estacas gruesas clavadas en el suelo arenoso sujetaban un pobre cañamazo. Viéndolo así, no parecía la guarida de nadie. Todo lo más, un viejo apaño de los trabajadores de la escombrera para guarecerse en días de lluvia.
-Aquí meriendan a veces los obreros -me contó.
-Debajo del entramado de caña, el campamento de Lucas era un desierto. No había nada. Pero como a unos diez metros al norte se ocultaba una trampilla escondida entre el carbón. Valledor la abrió y sacó del foso dos sillas y una mesa plegable, unos cuantos embutidos, una hogaza de pan y una botella de vino. Al fondo del hueco, que tendría dos por tres metros cuadrados de extensión y un metro de profundidad se veía un colchón de espuma, un tablero y tres baúles, todos sobre unos cartones que tapizaban el recinto. En un baúl había varias mantas y en los otros dos estaba la ropa de Lucas Valledor.
-Me lava la ropa cada semana una señora que vive cerca de la estación. La llevo y la traigo en una bolsa de lona.
-¿Y dónde se lava usted? -le pregunté.
-Ven -me dijo.
Nos acercamos a un altiplano, casi en la cumbre de la montaña negra. Había allí un lago pequeño.
Lo tienen siempre lleno de agua y lo usan a veces –informó-. Pero cuando el carbón posa, el agua queda transparente. Por la mañana es un buen estanque para bañarse en agua fría.
Me acerqué a la orilla de aquel charco. Se veía muy bien desde allí la ciudad, cálida y sosegada bajo el crepúsculo de junio. También las cuatro chimeneas inmensas de la central termoeléctrica, que parecían las de un trasatlántico.
Volvimos al campamento de Lucas Valledor. Cenamos en el crepúsculo. Poco después me acompañó hasta la parada del autobús.
-Yo vivo aquí feliz -me dijo-. Desde que hice el servicio en el Sahara me gustan mucho la soledad y los desiertos. Y aunque en el Bierzo no los hay, he descubierto este. Tiene la arena negra, pero me vale igual.
Cuando ya se veían las luces del autobús, Lucas Valledor me pidió que no le contara a nadie aquel secreto, aunque si lo hiciese, añadió, no me iban a creer. También me dijo que los guardias nocturnos de aquella empresa nunca le habían descubierto.
-Ellos están allí arriba, donde los focos. Solo vigilan los trenes, y, más que vigilar, descansan o duermen en las cabinas.
Nunca más volví a verle. Ni por la calle ni en los trenes de Villablino. Luego vino el tiempo, las décadas, y supongo que Lucas Valledor habrá muerto. Pero nunca me olvido de él; de su modo tan heterodoxo de estar en la vida. Un modo que siempre fue compatible con sus obligaciones como ciudadano y como diligente revisor de los renqueantes trenes que iban hasta Laciana.
CÉSAR GAVELA