La pobreza y la desigualdad son cuestiones que llevan preocupando relativamente poco tiempo en España y en el mundo. Apenas un puñado de años. Desde que la crisis económica y su gestión las agravaron de tal manera que hasta las organizaciones internacionales más ortodoxas las denuncian no ya como catástrofes sociales sino por sus perniciosas consecuencias sobre el crecimiento económico y el orden político. Pero no nos fiemos del todo de estas últimas denuncias. Hay quien, como Branko Milanovic, que trabajó durante muchos años en el Banco Mundial, nos confiesa que esas denuncias pueden ser sólo márketing para mejorar la imagen de estas instituciones. Las políticas que siguen recomendando tanto esa institución como el Fondo Monetario Internacional o la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, que pasan siempre por desregulaciones y liberalizaciones, alimentan la desigualdad y la pobreza. Sus llamadas de atención con presunto barniz social se ven anuladas por sus prácticas.
La sola preocupación por la pobreza y la desigualdad, la sola denuncia, por tanto, no acaba con ellas. Pero son requisitos imprescindibles para que, al final, se acaben tomando medidas que ayuden a corregirlas. Las organizaciones internacionales, sean cuales sean sus intenciones ocultas al ponerlas sobre la mesa contribuyen a crear conciencia sobre la insostenibilidad de los efectos secundarios del capitalismo, que se han agravado en los últimos años. Se suman así a una tarea emprendida por sociólogos, economistas y otros científicos sociales. Además del citado Milanovic podríamos nombrar también a Piketty, a Atkinson y muchísimos otros.
He aquí una hipótesis, o dos, las principales de este artículo: para que se tomen medidas contra la pobreza y la desigualdad ha de tomarse conciencia social sobre ellas. También, sobre la necesidad de que sea la política redistribuidora la encargada de abordar su solución. Y esta conciencia ha de mantenerse viva para que no se reviertan las conquistas sociales. La inercia desigualitaria es demasiado fuerte y hay que estar continuamente contrarrestándola.
¿Cuajó alguna vez la conciencia igualitaria en España?
En España, la Transición y los primeros gobiernos socialistas abordaron la cuestión social. Enrique Fuentes Quintana, vicepresidente y ministro de Economía del Gobierno de Adolfo Suárez, en un artículo incluido en el libro España, Economía: ante el siglo XXI, dirigido por José Luis García Delgado, comentaba que no se podían repetir los mismos errores que se cometieron durante la Segunda República: debía lograrse el consenso entre todos los actores sociales para evitar un desenlace violento. Ello implicó tener en cuenta, además de los intereses del poder económico, las necesidades y reivindicaciones de las clases populares. El resultado fueron los Pactos de la Moncloa.
Los trabajadores pusieron mucho de su parte, cedieron sus objetivos de máximos, pero, a cambio, se puso en marcha la reforma fiscal más ambiciosa de la historia de España. La recaudación de impuestos nunca había sido tan progresiva en nuestro país. El historiador Julio Aróstegui, destaca, además, un buen puñado de medidas sociales incluidas en los Pactos de la Moncloa, como la reforma del sistema educativo, con el establecimiento de la progresiva gratuidad de la enseñanza, el reconocimiento de la función de los sindicatos, la reforma de la Seguridad Social (para convertirla en más justa y progresiva), las políticas de rentas y salarios, las subidas de las pensiones, la mejora de los subsidios de desempleo… Sobre estas bases, el Partido Socialista, durante los primeros años, universalizó la sanidad y la educación. Esta última fue la mejor herramienta sobre la que se asentó el ascensor social. Aunque también fue el PSOE el que comenzó a introducir más inseguridad en el mercado de trabajo con el diseño de la contratación temporal. En todo caso, de acuerdo con datos de FundaciónFoessa (Fomento de Estudios Sociales y de Sociología Aplicada), si en 1973 la tasa de pobreza se encontraba en el 21,4% de la población española, en los años 1980-1981 había caído hasta el 19,9% y una década después se situaba en el 17,3%.
Pero la reducción de la pobreza en España no fue únicamente cosa de la democracia. La supervivencia del franquismo durante cuarenta años también tuvo que ver con la prosperidad de una mínima clase media y con la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora, algo que, según ciertos teóricos, como el sociólogo Pau Marí-Klose, tenía más que ver con la prosperidad generalizada que se vivía en el mundo desarrollado que con el afán de la dictadura por reducir la pobreza y la desigualdad o por redistribuir la riqueza, ni siquiera movida por el deseo de lograr una base social en que apoyarse cómodamente.
La conciencia respecto a lo malas que son la pobreza y la desigualdad es imprescindible para abordarlas, para tomar medidas para limitarlas en la medida de lo posible. En España no fue sólo esa toma de conciencia la que hizo que los políticos, a partir de los años setenta, adoptaran iniciativas para reducirlas, sino el miedo a repetir la historia, a que volvieran a escena los acontecimientos violentos de principios del siglo XX. Además de ese afán de consenso, contribuyó la situación de los países del entorno: España quería incorporarse a la Comunidad Económica Europea y allí sólo había Estados de bienestar.
Posiblemente en España nunca se generó esa conciencia igualitarista. O esa conciencia no llegó nunca a ser hegemónica. El primer experimento más o menos igualitarista de la historia de España, la Segunda República, acabó en una guerra civil en la que el componente de clase social tuvo una gran importancia. Los primeros gobiernos socialistas de la segunda y definitiva experiencia democrática en España intentaron insuflar ideas igualitaristas, de justicia social, pero el mensaje de todos sus miembros no fue homogéneo: sólo hay que recordar que Miguel Boyer, liberal, fue ministro de Economía en el primer ejecutivo dirigido por Felipe González. Además, a medida que fueron pasando los años, se fueron olvidando esos principios redistributivos a favor de mantener el crecimiento económico por encima de todo y la convergencia con los criterios establecidos por el Tratado de Maastricht en términos de deuda, déficit e inflación, muy en línea con la ortodoxia liberal. Quizás por eso la tasa de pobreza nunca cayó por debajo del 17%. Quizás por eso pronto volvió a niveles cercanos al 20%. Posiblemente por todo ello, una vez iniciada la crisis económica, subió por encima de esa cota.
Pero se está volviendo a extender la preocupación sobre estos problemas, sobre la creciente desigualdad y el aumento de la pobreza en España. Y lo que es más importante: está extendiéndose la convicción de que hay que tomar medidas urgentes para revertir estas tendencias. La pregunta que surge es cuándo esa doble conciencia se materializará en hechos que transformen de verdad la actual relación de fuerzas entre capital y trabajo (tanto en activo como en la reserva). Para resolver esa incógnita nos podemos mirar en el espejo estadounidense, en el camino, quizás único, que recorrió entre finales del siglo XIX y mediados del siglo XX, para ver qué puede ir sucediendo, para observar retrospectivamente cómo se organizaron los empujes populares, las resistencias plutocráticas y las decisiones gubernamentales. Y todo con la esperanza de que, gracias al acelerón que parece haber dado la historia, todo ocurra aquí a partir de ahora a una mayor velocidad para que sean las generaciones hoy vivas las que vean la gran transformación que es necesaria.
La construcción de la conciencia igualitarista americana
Porque sí, el caso estadounidense fue algo diferente al español. Posiblemente porque Estados Unidos no sufrió una dictadura de cuarenta años entre los años treinta y mediados de los setenta del siglo XX. Quizás porque resolvió de mejor modo la crisis de los años treinta porque ya para entonces la democracia estadounidense atesoraba mucho rodaje y gozaba de una economía moderna y no atrasada como la española. España no había tenido su revolución burguesa y Estados Unidos ya había superado sus conflictos económicos y sociales a través, eso sí, de una guerra civil en el siglo XIX tras un proceso de independencia en el siglo XVIII.
Esos dos conflictos convirtieron a Estados Unidos en una de las democracias más avanzadas del mundo para su tiempo. A partir de ahí fue posible ir construyendo más. Ir gestando, poco a poco, conciencia igualitaria. Muy paulatinamente. No sin conflictos. Con mucha resistencia del capital ligado al poder político. Hasta que, tras la Segunda Guerra Mundial, el impuesto sobre la renta para quienes más ingresos obtenían llegó a alcanzar el 91%. Algo nunca visto, no ya en España, sino en ningún país europeo, ni siquiera en los nórdicos.
Una década después de la segunda contienda mundial, el sociólogo Wright Mills decía que la representación gráfica de la distribución de ingresos en Estados Unidos se parecía muy poco a una pirámide con una base muy ancha, con el grueso de la población concentrada entre los de pocos ingresos, y una cúspide estrechísima, síntoma de que sólo entre unos pocos se reparte el grueso de las rentas. Se parecía más a un diamante, es decir, con una clara concentración en el centro: la mayoría de la gente era clase media. La mayoría de la gente tenía ingresos medios. La riqueza nacional se repartía entre los más. En aquel momento se teorizó sobre la reducción de la desigualdad en el país. Y hubo quien, de manera mucho más complaciente que Wright Mills, asumió que era algo que se debía a la propia inercia del capitalismo o del proceso de industrialización, que al principio generan elevadas desigualdades que se van moderando a medida que las sociedades maduran. Pero la historia, tanto previa como posterior a esos verdaderamente felices años cincuenta, muestra que nada se produjo naturalmente, todo se debió a decisiones políticas y, previas a éstas, a luchas de intelectuales y trabajadores y a la creciente sensibilidad social (o inteligencia) de ciertos empresarios. Además, la mejora no fue irreversible. También, como ocurrió en España, hubo un momento en que las tasas de desigualdad comenzaron a crecer. Fue a partir de finales de los años setenta. La gente se despistó y las políticas cambiaron.
Ésta es la historia que cuenta Sam Pizzigati en Los ricos no siempre ganan. El triunfo sobre la plutoracia que originó la clase media, editado por Capitán Swing. Pizzigati es periodista e investigador del Institute for Policy Studies y en esta obra realiza un viaje por la historia de Estados Unidos desde finales del siglo XIX hasta prácticamente la actualidad. Su hipótesis de trabajo es la que se ha venido exponiendo en este texto: sólo la toma de conciencia respecto a la injusticia inherentes a la pobreza y a la desigualdad hacen posible luchar de manera efectiva contra ellas. Esa toma de conciencia ha de ser colectiva y debe llegar a ser transversal, interclasista. El rechazo a la desigualdad, a la concentración de la riqueza en manos de unos pocos ha de convertirse en una idea hegemónica, tiene que extenderse entre todas las clases sociales. Por eso Pizzigati opina que el modelo keynesiano que prosiguió en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial no fue de ninguna manera una casualidad. Ni siquiera una imitación del pacto entre socialdemócratas y liberales europeos para construir una economía mixta que hiciera menos atractivo, apetecible o incluso necesario reproducir más acá de Berlín una experiencia como la soviética.
No es que la URSS, Keynes, Roosevelt… no tuvieran influencia, es que su presencia no fue lo fundamental. Lo esencial, lo imprescindible, fue la génesis de esa conciencia igualitaria. Aunque tardara en germinar. Pese a que muchos de los primeros que sembraran esa conciencia no vivieran para ver sus frutos.
El populismo americano
La historia parte de 1890, de la rebelión contra los partidos tradicionales que gestó una nueva formación política, el Partido del Pueblo. Los populistas obtuvieron cargos en las diferentes administraciones tras las elecciones de 1892 y 1894, pero no se contentaban con eso, querían ganar las elecciones presidenciales de 1896. “Los populistas intuían que podían ganar esas elecciones históricas. Pero, a su vez, los plutócratas sabían que no podían permitirse perderlas”, escribe Pizzigati. Y a continuación: “Para prevenir este desastre inminente, los ricos de Norteamérica abrirían sus carteras como jamás habían hecho. El gasto total en la campaña presidencial de 1896 llegaría a cuadriplicar el nivel de gasto de las carreras presidenciales que se realizarían en las siguientes once décadas (…) Y más del 90% de ese dinero fue destinado a promover la elección del candidato al que los plutócratas veían como su salvador, el republicano William McKinley”. Y ganó, claro, al tiempo que el Partido del Pueblo desapareció.
Así de felices comenzaban el siglo XX los ricos de Norteamérica. Habían derrotado finalmente a quienes habían contestado durante el último cuarto del siglo XIX que republicanos y demócratas sirvieran a los intereses de las grandes corporaciones, a quienes habían luchado por establecer impuestos a las rentas más altas, a quienes habían hablado de la conveniencia de nacionalizar los ferrocarriles y empresas estratégicas. Esas demandas murieron por la disolución del Partido Populista y por el fallecimiento de las plumas que las habían defendido en “los papeles”. Así las cosas, dice Pizzigati, “exentas de impuestos sobre la renta y sin tasas sobre ni una sola categoría de bienes, las grandes fortunas podían continuar multiplicándose sin trabas en el nuevo siglo XX al mismo ritmo al que lo habían hecho los más favorecidos económicamente del país por primera vez durante la Guerra Civil”.
Pero las ideas no murieron y tomó el relevo una nueva generación de periodistas, que siguieron con las crónicas inacabadas de la anterior. De una doble manera: por un lado estaba la prensa crítica, que contaba los modos poco estéticos en que la riqueza se seguía concentrando en las mismas manos; por otro, la prensa encantada de participar en las ostentosas fiestas de una plutocracia que apenas representaba la milésima parte de la población estadounidense, mientras un 95% apenas era capaz de sobrevivir miserablemente. La ostentación alimentó a la crítica, máxime al conocer ciertas cifras.
Se calculaba que una familia de cinco personas necesitaba 700 dólares al año para vivir decentemente. Pero entre dos tercios y tres cuartas partes de los trabajadores cobraban menos de esa cifra y un tercio, menos de 500 dólares al año. Sí, en esa época, en los primeros años del siglo XX, hubo mucho interés por contabilizar rentas y riqueza. Es, sin duda, una vía de crear conciencia sobre la realidad social. Diferentes estudios dieron diferentes resultados. Uno realizado en 1906 concluyó que el 1% más rico de la nación podía acumular hasta el 90% de la riqueza del país. Otro de 1915 afirmaba que el 2% más rico de la nación podría tener un 60% de los bienes del Estado y que el 65% más pobre apenas acumularía el 5% de la riqueza.
A la luz de estos datos, pese a la aniquilación de “los populistas”, en la década de 1910 volvieron a escucharse denuncias sobre la alarmante acumulación de riqueza en pocas manos americanas. Por ejemplo, por parte de Woodrow Wilson: “El gran Gobierno que todos apreciamos ha actuado, con demasiada frecuencia, para fines privados y egoístas y los que lo hicieron se olvidaron de las personas”. Pizzigati añade: “La mayoría de los estadounidenses, tras una década del nuevo siglo, no veía un orden social preparado para el progreso, ni siquiera para la supervivencia. Los estadounidenses veían una nación en descomposición por el centro y lo que veían en ese centro eran concentraciones masivas de riqueza particular que algún día, si no se controlaban, podrían destruir la nación”. Sí, se llegó a pensar que la desigualdad, que la terrible concentración de la riqueza podría llegar a ser la causa de la demolición del país.
La Primera Guerra Mundial como oportunidad perdida y la vuelta de la plutocracia
Pese al favorable contexto en cuanto a la toma de conciencia, las diferentes opciones de izquierda acabaron fracasando. En solitario, cada corriente tenía una fuerza mínima. Su unión era imposible porque había socialistas y reformistas con posiciones irreconciliables. Y Wilson, además, obtuvo victorias antiplutocráticas bastante modestas, entre las que se encuentran, de todas maneras, el primer impuesto sobre la renta moderno, aprobado en 1913. El estallido de la Primera Guerra Mundial fue una prueba de fuego o, mejor, una oportunidad de oro para atacar el poder oligárquico: ¿Quién pagaría el gasto militar? ¿Quienes se estaban enriqueciendo gracias a él a través de un impuesto progresivo sobre la renta o se financiaría vía deuda pública? Fueron las preguntas que surgieron. Era el dilema que había que resolver. Y se hizo: si para la guerra se reclutaban hombres para el frente, también se tendría que reclutar el dinero de los ricos. Las diferentes leyes de ingresos fueron progresando hasta que en 1919 y 1920 se estableció una tasa máxima del 73% sobre los ingresos de los más ricos, más de diez veces la tasa máxima de 1915.
Parecía que el igualitarismo iba ganando algunas batallas, aunque el gráfico fundamental para entender la evolución de la desigualdad, el que mide la evolución de la participación en los ingresos nacionales del 10% más rico, parecía decir lo contrario. Aunque también parecía que el cierto terreno ganado en favor de la redistribución de la riqueza no se iba a volver a perder jamás. Pero sí, se dio marcha atrás. En el contexto de la Primera Guerra Mundial estalló la revolución soviética y tras el conflicto por todo Estados Unidos cundió el miedo rojo. En nombre de ese miedo, se suspendió el llamado “socialismo de guerra” por el cual, durante la contienda, el Estado había recuperado el control de buena parte de la actividad económica, y un gran número de empresarios emprendió una batalla contra los sindicatos. A principios de la década de los años veinte, la plutocracia estaba de nuevo en el poder.
Fue una gran decepción. Pero, decepción tras decepción, se iba construyendo un nuevo país. Las expectativas de los redistribuidores más ambiciosos quedaron frustradas una vez más por los escasos logros durante la Primera Guerra Mundial y por el pronto repliegue, pero el igualitarismo iba ganando batallas. Sobre todo las de las ideas, que no sólo cuajaban entre los trabajadores comunes y corrientes. También se daban victorias en lo práctico: tras los años de la Primera Guerra Mundial se consiguió que se mantuviera durante unos pocos años la progresividad de los impuestos y el fin del trabajo infantil. Porque ni los ricos deseaban un desmantelamiento de todo lo logrado. Tomaron conciencia de que, para mantener su poder, algo tenían que ceder, aunque tenían claro que ellos debían liderar el proceso de mejora de las condiciones de vida de los trabajadores. Los grandes empresarios llegaron a convencer a sus empleados de que ya no eran necesarios los sindicatos, porque ellos mismos iban a proporcionar mejoras, y sin conflictos laborales. Pero, cuando vieron lo fácil que les resultaba reducir a casi escombros los logros progresistas de los años de la Primera Guerra Mundial, junto al adelgazamiento del poder de los sindicatos, consiguieron la total restauración plutocrática tras la victoria electoral republicana en 1924, que desmontó totalmente el sistema impositivo de progreso: en 1926 tuvo lugar la mayor rebaja de impuestos de la historia estadounidense. Tras esa medida, el último tramo de la década fue el paraíso en la tierra para los superricos: no había una importante presencia sindical, no había una gran regulación, ni impuestos confiscatorios ni gastos gubernamentales excesivos que pudieran generar déficits presupuestarios.
Pero el destino, o esa misma falta de cortapisas, se rebeló contra los ricos, que fueron los que de verdad disfrutaron de esos felices años veinte. Los demás, el grueso de la población, sólo accedieron a migajas, y a costa de endeudarse, porque los crecientes beneficios empresariales no goteaban suficientemente hacia las posiciones inferiores de la escala social. Los pobres, las clases trabajadoras, se endeudaban, mientras los ricos tenían demasiado dinero ocioso en los bolsillos que se dedicó a hinchar burbujas. Era un modelo condenado a fracasar y estalló en 1929. ¿Fue la del 29 una crisis de acumulación, de concentración de poder, que explotó en la cara de quienes fueron atesorando el grueso de la riqueza del país?
Quizás unos impuestos redistributivos ayudan a contener la génesis de burbujas. Quizás la redistribución más equitativa de los beneficios de las empresas con unos salarios más altos para los trabajadores y unas plusvalías más modestas para los dueños del capital evitan que las familias incurran en deudas excesivas. Se debería haber aprendido de lo que ocurrió en 1929. Cundió la lección durante unos años, pero, a la vista de lo sucedido a partir sobre todo de los años ochenta y noventa en el mundo desarrollado, la memoria fue de corto plazo. La avaricia de los seres humanos es más larga que su memoria.
Roosevelt y el espíritu del 45 laborista
Para explicar cómo se corrigieron los desmanes y las consecuencias de la Gran Depresión hay que hablar, obligatoriamente, de Franklin Delano Roosevelt.
Muchísima gente habría comenzado la historia de la lucha contra la desigualdad en Estados Unidos a partir de esta fecha, a partir del New Deal americano, a partir, incluso, de la segunda posguerra mundial. Pero ello implicaría incurrir en una gran injusticia, porque supondría borrar de la historia a quienes, ya desde finales del siglo XIX, habían luchado para crear conciencia y para establecer, aunque mínimamente, un esquema fiscal y sindical que contribuiría no sólo a frenar la creciente concentración de la riqueza sino también a redistribuirla. Posiblemente sin esa conciencia creada con el transcurso de los años, y sin la lección de lo que ocurrió en 1929 en que un exceso de éxito de los más ricos llevó a todo el país al desastre, Roosevelt no podría haber desarrollado sus planes. O quizás fuera al contrario: posiblemente fue la conciencia colectiva la que empujó a Roosevelt a poner en marcha su programa redistribuidor que hizo posible que entre finales de los años treinta y principios de los años cuarenta en Estados Unidos la participación del 10% más rico en los ingresos del país registrara el mayor descenso que se conoce.
Lo que ocurrió después de la Primera Guerra Mundial, lo que sucedió en los años veinte, en que los ricos impusieron sus reglas para continuar con el proceso de concentración de la riqueza en sus manos para miseria de las clases bajas, también fue una lección en el Reino Unido. Para que no se volviera a repetir, el Partido Laborista concurrió a las elecciones británicas de posguerra con el programa más socializante que una fuerza occidental hubiera presentado hasta entonces en un país occidental. ElManifiesto Laborista del año 1945 tenía frases como éstas: “El precio de la llamada ‘libertad económica’ para unos pocos es demasiado alto si se paga con el paro y la miseria de millones”. “La gran crisis de entreguerras no fue obra de Dios o de fuerzas invisibles. Fue el resultado de la concentración de demasiado poder económico en muy pocas manos”. “El Partido Laborista es un partido socialista, y está orgulloso de serlo. Su finalidad última es la creación de la Mancoumunidad Socialista de Gran Bretaña (…) Pero el socialismo no puede venir de la noche a la mañana, como el producto de una revolución de fin de semana. Los laboristas, como todos los británicos, somos pragmáticos”. Los laboristas proponían una vía democrática al socialismo que terminó ganando las elecciones en el Reino Unido tras la Segunda Guerra Mundial derrotando al prohombre conservador que siempre fue Winston Churchill. Todo esto lo cuenta Ken Loach en un documental, El espíritu del 45, con testimonios de personas que vivieron la gran transformación del Reino Unido en esos años.
En Estados Unidos no tuvieron que esperar tanto, no hubo que esperar a que terminara la Segunda Guerra Mundial. Ya en 1932, Franklin Delano Roosevelt, el principal candidato para la designación del Partido Demócrata para la presidencia comenzaría una serie de discursos que alinearían su candidatura contra la plutocracia. En el primero de esos discursos, que recoge Pizzigati en su libro, Roosevelt apostaba por “el hombre olvidado de la parte inferior de la pirámide económica”. Semanas más tarde, explicaba: “Haremos lo que tengamos que hacer para inyectar humanidad en nuestro orden económico en crisis, no podemos hacerla perdurar por mucho tiempo a menos que podamos lograr una distribución más equitativa y más inteligente de la renta nacional”. Y, después: “Para mí está claro que el deber de los que se han beneficiado de nuestro sistema industrial y económico es dar un paso al frente en un momento de grave emergencia y ayudar a aliviar a los que, debido al mismo sistema industrial y económico, han resultado perdedores y están sufriendo”. O más adelante: “La concentración de la riqueza va acompañada de una peligrosa concentración de poder. Esto lleva a conflictos y violencia. Ningún político sólido ni ningún cristiano de buena voluntad trataría de acabar con los síntomas de este conflicto inherente dejando de lado las causas fundamentales”.
Pero, tras ganar las elecciones, al principio de su mandato, Roosevelt no se atrevió. Lo dice Pizzigati: “Superado el pánico bancario, Franklin parecía contento de dejar que los banqueros restauraran el sistema que se había derrumbado. La Casa Blanca no puso sobre la mesa reformas que fueran apreciablemente más allá de lo que la administración de Hoover había propuesto. Las únicas ideas significativas para una verdadera reforma provendrían de los miembros del Congreso (…) Las propuestas para la ‘experimentación valiente y persistente’ que podrían ayudar a los ‘millones de personas que estaban en la miseria’ no vinieron de Roosevelt, sino de las filas de los legisladores progresistas”. En definitiva, “Roosevelt trató de trabajar dentro del sistema de poder existente, no trató de reformarlo”, dice el historiador especializado en la Gran Depresión Robert McElvaine, citado por Pizzigati.
La conciencia que empujó a Roosevelt
Pero pronto todo tuvo que cambiar: por un lado, porque la economía, que parecía comenzar a recuperarse a principios de 1933, recayó, y los poderes públicos algo debían hacer para reflotarla: estimularla al más puro estilo keynesiano, cuyo efecto secundario es favorecer el reparto de la riqueza. Por otro lado, había que contar con una activa conciencia igualitarista popular. Porque, “las ‘fuerzas aglutinadoras del descontento popular’, señala el historiador Alan Dawley, citado por Pizzigati, estaban introduciendo ‘ideas redistributivas en la agenda política’”. Así, si en febrero de 1934, Ernest Lundeen, representante de Minnesota, había presentado la propuesta para proporcionar a los desempleados la garantía de unos ingresos dignos, fue por iniciativa de los Consejos de Desempleados de la Nación que, a su vez, estaban vinculados al Partido Comunista, los sindicatos, las sociedades étnicas y de apoyo mutuo. En definitiva, como señala Pizzigati, “en 1934, los estadounidenses consideraban que compartir la riqueza era una idea poderosamente buena”.
En 1935 Roosevelt reaccionó reiniciando el New Deal tras reconocer: “Encontramos a nuestra población sufriendo las viejas desigualdades, que han cambiado poco con los últimos remedios esporádicos. A pesar de nuestros esfuerzos y a pesar de nuestras conversaciones, no hemos eliminado a los grupos superprivilegiados y no hemos ayudado a elevar con eficacia a los menos privilegiados. Ambas manifestaciones de la injusticia han retrasado a la felicidad”. A partir de ahí se tomaron numerosas medidas pero, a sabiendas de que la manera más efectiva de lograr un mejor equilibrio es a través de impuestos sobre la renta, se abordó una importante reforma fiscal, aunque tibia de acuerdo con los igualitaristas más ambiciosos. Ésta fue la declaración de intenciones de Roosevelt respecto a la política fiscal: “La gente sabe que los grandes ingresos personales no vienen sólo del esfuerzo, la habilidad o la suerte de los que los reciben, sino también de las oportunidades ventajosas a las que contribuye el Gobierno. Por tanto, el deber recae sobre el Gobierno para restringir tales ingresos mediante impuestos muy altos”.
Pero ni por esas el grueso de la población se mostraba completamente satisfecha: “Por un margen de más de dos a uno, según encontraron los encuestadores de Gallup, los estadounidenses sentían que había demasiado poder en manos de unos pocos hombres ricos y de las grandes empresas de Estados Unidos”. “Los ricos se enfrentaban a un rival que demandaba a las ricas fábricas de Estados Unidos lo que estaban generando. La adhesión a los sindicatos casi se había triplicado en los años de la Depresión”. “Los ricos evasores de impuestos se enfrentaban a un escrutinio mayor que nunca”. “Los estadounidenses querían claramente una nación con más igualdad”. Son frases que muestran gráficamente la conciencia colectiva estadounidense, que presionó a Roosevelt para que sus promesas y primeras intuiciones se convirtieran en hechos.
La Segunda Guerra Mundial: la segunda ventana de oportunidad igualitarista
Estalló la Segunda Guerra Mundial y ésta fue una segunda ventana de oportunidad importante para luchar contra la desigualdad tras la que supuso la primera contienda global. El coste de la Segunda Guerra Mundial sería ocho veces el de la Primera. Había que pagarlo. El Estado necesitaba los millones que podía generar un aumento de las tasas a los ricos. Y añade Pizzigati: “La nación necesitaba aún más hacer sentir a los ricos una subida impositiva real, no sólo una ligera molestia”. Se habló, por ejemplo, de volver a establecer, como en la Primera Guerra Mundial, un impuesto sobre las ganancias extraordinarias, lo que implicaba admitir que el Gobierno podía establecer cuál sería el rendimiento normal de un negocio. Tras el ataque a Pearl Harbor, una de las patronales americanas se mostró de acuerdo con la idea del Gobierno: instó a que “todos los ingresos por encima de lo necesario para mantener viva a nuestra estructura empresarial se debían gravar hasta el límite, dejando sólo lo suficiente para sobrevivir”. Aunque ese fervor primero se apagó cuando se comprobó que en ningún caso los bombardeos iban a llegar a Norteamérica.
Pero dio igual. Roosevelt parecía tener claro un programa para financiar la guerra que comenzaba con la propuesta de impuestos más duros, sobre todo para los ricos, e incluso de límites de ingresos, porque ayudaban tanto a luchar contra la inflación como a avanzar hacia una mayor equidad: “En tiempo de guerra (…), los aumentos de ingresos normalmente ‘no iban a ningún sitio’, ya que la mayoría de los bienes de consumo eran escasos. Si se dejaban en los bolsillos de los consumidores adinerados, estos nuevos ingresos desatarían una ‘competencia salvaje’ por los bienes escasos, lo que provocaría que la subida de los precios, los mercados negros y las ganancias ilegítimas estuvieran ‘a la orden del día’. Los mayores perdedores serían las personas con bajos ingresos (…) Los impuestos extremadamente altos a los ricos podían controlar esta inflación injusta para que nunca despegara”.
Pero su deseo de poner un límite de ingresos en los 25.000 dólares no triunfó. Pero la negativa de Roosevelt “a aceptar un ‘no’ por respuesta en su propuesta al límite de ingresos de 25.000 dólares había mantenido todo el debate de financiación de la guerra girando en torno a los ricos y cuánto debían pagar en impuestos”, explica Pizzigati. Y al final terminaron pagando, y mucho.
Las Leyes de Ingresos de principios de los años cuarenta establecieron el tipo máximo en el 88% para ingresos por encima de los 200.000 dólares. Rentas de entre 60.000 y 70.000 dólares estarían gravadas con una tasa del 75%. Con la reforma posterior, en 1944 y 1945, el primer dólar por encima de los 200.000 dólares se enfrentaba a un tipo impositivo del 94%.
Desde antes de que terminara la guerra, los defensores de este esquema impositivo estaban pensando que no fuera sólo excepcional para pagar los gastos bélicos, sino que se convirtiera en permanente. El vicepresidente de Roosevelt, Henry Wallace, un personaje histórico que desarrolla de forma profunda Oliver Stone en la serie documental La historia no contada de Estados Unidos, comentaba en 1944 que para garantizar “beneficios para la mayoría en vez de la minoría, sería necesario utilizar, después de la guerra, nuestro sistema de impuestos mucho más hábilmente de lo que lo hemos hecho en el pasado para lograr los objetivos económicos”. Eso significaría continuar con impuestos altos y graduales sobre los ingresos personales una vez acabada la guerra. Una de las razones de la necesidad de establecer elevados impuestos a las grandes fortunas era, según Wallace, vacunar a la sociedad contra el fascismo: “Necesitamos gravar las grandes concentraciones de riqueza privada porque los demagogos como Adolf Hitler sólo pueden llegar al poder con el apoyo financiero plutocrático”. Son palabras que Pizzigati atribuye a Wallace.
Impuestos para mermar la desigualdad; impuestos para reducir el riesgo de burbujas; impuestos para impedir un crecimiento abusivo de los precios; impuestos para rebajar el peligro de salidas totalitarias a la crisis. La fiscalidad progresiva sirve para muchas cosas que parece que se están olvidando.
Estados Unidos estaba acabando la Segunda Guerra Mundial con impuestos a ricos y empresas con tasas muy progresivas; regulación de los negocios como nunca hasta entonces; respeto a los derechos labores; y con el Estado en la dirección de grandes empresas. Y el país no estaba sumido en el caos económico como habían alertado (y siguen haciéndolo) los liberales y anti-estatalistas. La economía estadounidense, como dice Pizzigati, en esos años no estaba simplemente sobreviviendo. Iba bien. Estaba en pleno apogeo: el desempleo había caído de unos 9 millones a mediados de 1940 a los 800.000 en septiembre de 1943 y con los recién empleados con unos salarios que nunca habían existido a una escala tan masiva. Se estaba llevando a cabo la “Gran Compresión”: se estaba nivelando hacia abajo a la parte superior de la escala social mientras se nivelaba hacia arriba a la parte inferior. Nacía la clase media masiva, definida porque disfrutaba de una calidad de vida de la que antes sólo disfrutaba una pequeña porción del pueblo americano.
Acaba la guerra, pero no la política igualitarista
Lástima que Wallace no sustituyera en el cargo a Roosevelt. Lástima que tras la Segunda Guerra Mundial volviera a estallar el terror rojo que también se vio tras la Primera. Lástima que Harry S. Truman, el presidente que tomó el relevo del difunto Roosevelt, rebajara los impuestos. Lástima que en 1946 los republicanos recuperaron las Cámaras por primera vez desde 1930. Pero la vuelta de la plutocracia al poder no fue tan virulenta, ni tan definitiva, como a mediados de los años veinte. Y eso porque, como explica Pizzigati, “después de la Segunda Guerra Mundial, a diferencia de después de la Primera Guerra Mundial, una masa crítica de ricos y poderosos de Estados Unidos aceptó e incluso dio la bienvenida a los altos impuestos sobre las rentas altas y a una presencia sindical seria”. Les asustó, dice Pizzigati, la Segunda Guerra Mundial y la URSS. Pensaron que el viejo orden económico no tenía nada que ofrecer que pudiera calmar estos temores. De hecho, fue el viejo orden económico el que provocó el crack del 29 y, posteriormente, la Segunda Guerra Mundial. Se pensaba que, en caso de que se restaurara el viejo orden económico, éste llevaría a los pueblos del mundo a la alternativa soviética. Y “los grandes propietarios no podían permitirse correr el riesgo de repetir ese periodo nunca más. Necesitaban un mundo más estable y los más reflexivos estuvieron de acuerdo en que la empresa privada no podía garantizar esa estabilidad. Sólo la intervención del Gobierno en la economía podría garantizar el empleo estable, tan necesario para mantener a los peligrosos demagogos en la jaula, pero la estabilidad necesitaría un mecanismo de justicia, esto es, una distribución más equitativa de los ingresos”. Se requería un sistema tributario bien planificado, que significaba mantener la mayor cantidad de dinero en los bolsillos de quienes tienen menor nivel de ingresos y establecer altas tasas de impuestos a quienes disfrutan de más renta. De los primeros se esperaba que consumieran lo más posible. De los segundos, que no ahorraran más de lo que la economía puede absorber, para que no se generaran burbujas.
Pese a ese primer repliegue de los impuestos en los primeros años de la segunda posguerra mundial, la tasa federal para ingresos superiores a 400.000 dólares nunca cayó por debajo del 82%. En 1950, la tasa máxima subió hasta el 84%. Ese porcentaje subiría hasta el 91% el año siguiente. Y lo mejor es que ni siquiera los republicanos, con Eisenhower al frente, hicieron campaña contra los elevados impuestos. A su juicio, sería irresponsable fiscalmente y suicida políticamente.
El sistema impositivo fue una pata importante del nuevo país surgido de la Segunda Guerra Mundial. La otra fue el sindicalismo. “Gracias a los sindicatos, una forma de vida que estuvo en gran parte restringida a la clase media –coche y vivienda en propiedad, vacaciones y viajes, atención sanitaria y educación universitaria– llegó a ser accesible para los trabajadores y sus familias”. Los trabajadores caminaban directamente hacia la clase media.
¿Se había ganado la guerra igualitaria? Sí: “En la Norteamérica de mediados de siglo, cualquier persona o grupo que se opusiera a las tasas rígidas de impuestos sobre los ricos de Norteamérica tenía que nadar contra una fuerte corriente de opinión pública”. Además, las industrias sólo fabricaban productos, no millonarios. Las dos transformaciones económicas más relevantes de la década de los cincuenta, la televisión y la expansión suburbana de Estados Unidos, según Pizzigati, no crearon dinastías económicas duraderas. De acuerdo con el autor, las grandes fortunas americanas se formaron antes de 1913, antes de que el impuesto sobre la renta se convirtiera en permanente, o después de 1980, cuando los impuestos para los ricos bajaron de manera drástica.
Pero la victoria no fue definitiva. Y eso que la economía americana en la segunda posguerra mundial, incluso con esos impuestos y la intervención estatal, iba bastante bien.
El mito de la clase media y la marcha atrás de Kennedy
Las décadas de los cuarenta y cincuenta fueron la era dorada de la clase media. Fueron los años de su gestación y de su esplendor. Pero Joseph E. Stiglitz, en su libro La gran brecha. Qué hacer con las sociedades desiguales cuestiona algunas cosas. En un capítulo que titula ‘El mito de la Edad de Oro de Estados Unidos’ cuenta lo que fue para él esa época. Comienza así: “Cuando era niño y vivía en Gary, Indiana, una ciudad industrial en la orilla sur del lago Michigan, asolada por la discriminación, la pobreza y los brotes de grave desempleo, no me di cuenta de que estaba viviendo en la edad de oro del capitalismo”. Y continúa: “Las chimeneas expulsaban veneno a la atmósfera. Los despidos periódicos dejaban a multitud de familias viviendo en la precariedad. Ya de niño tuve claro que el libre mercado tal como lo conocíamos no era una fórmula que pudiera sostener una sociedad próspera, sana y feliz. Por eso, cuando fui a la universidad a estudiar Económicas, me asombró lo que empecé a leer. Los textos tradicionales de la época parecían no tener nada que ver con la realidad que yo había visto en Gary. Decían que el desempleo no debería existir y que el mercado producía el mejor de los mundos posibles”.
Stiglitz nació en 1943, por lo que llegó a la Universidad a principios de los años sesenta, cuando esa gran clase media ya estaba formada y en pleno esplendor. Pero no es eso lo que él nos cuenta. No nos transmite que en esa época hubiera una gran conciencia igualitaria, sino todo lo contrario. O, mejor dicho, quizás existiera la conciencia igualitaria, pero se había abandonado la teoría de que esa igualdad no llega por sí sola, sino que requiere la intervención de los poderes públicos. Stiglitz menciona dos ejemplos. A uno ya nos hemos referido al principio: Kuznets y su teoría de que después del periodo de inicio del capitalismo y la industrialización en que las desigualdades se dispararían éstas comenzarían a descender naturalmente. El otro está protagonizado por Kennedy, que declaró en una ocasión que una marea que sube eleva todos los barcos, lo que significa que, en opinión del presidente estadounidense, el crecimiento económico, por sí solo, es capaz de reducir la pobreza.
Se habían olvidado, habían pasado por alto, intencionadamente no querían reconocer, que si de verdad la desigualdad en Estados Unidos estaba retrocediendo no era por la propia inercia del capitalismo sino por lo contrario: por los diques que los sucesivos Gobiernos habían puesto para frenar y controlar su dinámica natural.
Pero es que era una época, como dice Stiglitz, de optimismo generalizado. Y mucho peor que eso: aquel periodo fue una anomalía, en su opinión. “Fue una época de solidaridad derivada de la guerra en la que el Gobierno garantizaba la igualdad de oportunidades, y la Ley de Derechos de los Soldados y otros avances posteriores en los derechos civiles eran la prueba de que el sueño americano era una realidad”, comenta el Premio Nobel de Economía.
El progreso de mediados de la década pasada en Estados Unidos fue una anomalía, dice Stiglitz, y a ello hay que añadir que fue limitado: el ascensor social no funcionó para los negros. Y Wright Mills, ya en esos años, intentaba reducir el grado de entusiasmo porque las clases altas continuaban presentes en sus más diversas formas, con sus más complicadas interrelaciones, como escribió en La élite del poder. Y, con mayor alcance todavía que esa crítica o esa limitación observada por Mills, otra mucho más importante y de calado que podría explicar el porqué de la pronta marcha atrás en las políticas de progreso en Estados Unidos: la clase trabajadora ascendió a mediados del siglo pasado porque se elevó su poder adquisitivo gracias a las políticas públicas. Pero quizás la dimensión de ese movimiento fue menor de la percibida.
El crecimiento de la clase media fue una realidad en la América de los cincuenta, pero también fue una ideología que ayudó a pensar que lo que ocurría tenía una mayor envergadura de la que era real. Con el ascensor social en marcha, más engrasado que en cualquier otro momento histórico, cundió la idea de que, en esa nueva América, cualquiera podía llegar a lo que quisiera. Sólo había que trabajar duro, porque Estados Unidos era el país de las oportunidades. Ello redujo el ruido de la lucha de clases que había sido, en realidad, la grasa de la movilidad social. Cuando todo el mundo pensaba que cualquiera podía llegar a ser jefe, gran ejecutivo, ya no lo consideraba su adversario. Cuando se consideraba que cualquiera podía poner en marcha una empresa de éxito ya no se creía enemigos de clase a los socios capitalistas de las empresas de las que aún se era asalariado. Cuando germinaban ideas como la de Kennedy, de que el crecimiento económico por sí mismo terminaba por beneficiar a todo el mundo, se reducía el papel del Estado en la redistribución justa de ese crecimiento cuya tendencia natural era concentrarse.
Quizás la sociedad igualitaria de los cincuenta en Estados Unidos murió de éxito. Cualquiera podía llegar donde quisiera. Ése era el mensaje bajo el que dormía un feroz individualismo que terminó despertando y convirtiendo en la mente de los americanos al Estado en un enemigo del progreso, pese a haber sido su aliado más fiel.
Se habla de 1980 como el año en que comenzó a darse marcha atrás a los logros igualitaristas de la Segunda Guerra Mundial, quizás tomando como icono a Ronald Reagan en Estados Unidos y a Margaret Thatcher en el Reino Unido, pero el repliegue comenzó mucho antes y, en Estados Unidos, en particular, con un presidente demócrata y también icónico, precisamente el John Fitzgerald Kennedy que citaba Stiglitz como adalid de una teoría muy parecida a la del goteo (si a los de arriba les va bien, algo les irá cayendo a los de abajo sin necesidad de que el Estado intervenga). El individualismo que negaba que toda la sociedad fuera responsable de sí misma a través de la gestión e intervención del Estado comenzaría a propagarse por aquellos años.
El terreno estaba abonado para que Kennedy, en el discurso sobre el estado de la Unión de 1963, decidiera bajar los tipos de interés: la tasa del impuesto sobre las rentas mayores de 400.000 dólares se reduciría del 91% al 65%.
Detrás de esta medida había una nueva idea sobre cómo vencer al comunismo. Si a mediados de los años cuarenta se pensaba que sólo una Norteamérica capitalista que valorase la igualdad sería capaz de triunfar en la competición mundial contra la Unión Soviética, en la era de Kennedy, la victoria sobre el comunismo exigía crecimiento económico y éste, a su vez, exigía recortes en los impuestos, incluso para los ricos. “Las tasas de impuestos graduadas escalonadamente”, argumentó Kennedy en el mensaje sobre los impuestos que lanzó en 1963 al Congreso, “se habían convertido en un ‘pesado lastre’ para el crecimiento económico, la ‘mayor barrera contra el pleno empleo’. Las actuales tasas de hasta el 91% ‘desalientan la inversión’ y ‘fomentan el desvío de fondos y esfuerzos hacia las actividades más orientadas a la evasión de impuestos en lugar de la producción eficiente de bienes’”. La vieja ideología plutocrática había vuelto a escena y todavía no se ha retirado.
¿Se empleó alguna evidencia empírica? No, según Pizzigati. Y, de acuerdo con este autor, tampoco salió nadie a la palestra a defender el sistema fiscal que duraba ya casi dos décadas. No reaccionaron ni quienes tradicionalmente habían defendido impuestos altos y progresivos y el mundo del trabajo también permaneció tranquilo.
De momento, los cambios fiscales de Kennedy no traerían consigo un crecimiento de la riqueza de los ricos. Pero fueron un síntoma de que todo estaba cambiando: la derecha se rearmaba, los progresistas se mostraban acobardados y los izquierdistas más críticos y exigentes parecían no querer defender aquello que nunca les gustó por considerar que, en el fondo, no había logrado cambiar las estructuras de poder, la infraestructura económica. Y quizás estos últimos fueran los más acertados con su diagnóstico.
Un contexto global complicado y una salida fácil
Si Estados Unidos quería ganar a la URSS en crecimiento económico, a las gigantescas empresas estadounidenses comenzaron a salirles competencia global y sus márgenes de beneficios comenzaban a encogerse a finales de los años setenta. Para mantener sus plusvalías, en lugar de innovar, los grandes ejecutivos americanos decidieron que los trabajadores ganaban demasiado dinero. Tras haber conseguido rebajas de impuestos, necesitaban reducir el poder de los sindicatos: “Si la nación liberara a la ‘libre empresa’ de las intervenciones del Gobierno y de los sindicatos que la molestaban, Norteamérica seguramente podría enfrentar cada desafío que el nuevo orden mundial pudiera lanzar contra ella”.
Ése fue el ambiente que se fue caldeando en Estados Unidos durante los años setenta, alimentado, además, por la crisis del petróleo, que atacaba todavía más los márgenes empresariales. Y ese estado de ánimo contrario a los impuestos, a la intervención estatal y a los sindicatos culminó con la llegada a la presidencia de Ronald Reagan en 1980. En 1981, el Congreso entregó a Reagan un proyecto de ley de impuestos que reducía la tasa impositiva máxima de los ricos de Estados Unidos. Del 70% al 50%. En 1986, se reduciría hasta el 28%.
Así de rápido, aunque no tanto como en los años veinte, se liquidaron las conquistas de la Segunda Guerra Mundial. En poco menos de dos décadas. Y aún más deprisa se vieron los resultados de las rebajas de impuestos. Son datos que recoge Pizzigati: En 1913, el año en que se introdujo el impuesto federal sobre la renta moderno, el 0,1% más rico de los hogares de la nación acaparaba el 8,6% de los ingresos del país. En 2007, el año en que comenzó la última crisis, ese 0,1% se llevaba el 12,3% de los ingresos. La distribución de la renta era en 2007 mucho más desigual, pues, que en 1913. En 1970, cuando aún sólo estaba en ciernes la recuperación del poder por parte de la plutocracia, ese 0,1% más rico apenas se llevaba el 2,8% de los ingresos personales de la nación.
El igualitarismo se rearma con muchas lecciones aprendidas
Tras Ronald Reagan ningún otro presidente abogó por la vuelta a la progresividad fiscal. Sólo ahora, en la precampaña electoral, Hillary Clinton ha establecido como objetivo la instauración de impuestos más severos en las plusvalías del capital, pero teniendo en cuenta sólo el horizonte temporal en el que hayan sido generadas: su objetivo es castigar la especulación y premiar la inversión a largo plazo. Más a la izquierda, por ser más contundente y claro en sus propuestas igualitarias, se encuentra el candidato también a las primarias demócratas Bernie Sanders. Entre sus prioridades se cuentan las que tienen que ver con la reducción de la desigualdad de la riqueza y los ingresos. Y denuncia varios hechos: por ejemplo, que ahora mismo el 0,1% de la población estadounidense más rica acumule tanto patrimonio como el 90% más pobre. O que el 58% de los ingresos generados en el país entre 2009 y 2014 haya ido al 1% más rico de Estados Unidos.
Podríamos añadir a este inventario de estadísticas otra publicada recientemente según la que 100 altos ejecutivos de compañías americanas acumulan en sus planes de pensiones lo mismo que el 41% de la población del país, es decir, lo mismo que 51 millones de familias estadounidenses. De media, los planes de pensiones de estos ejecutivos ascienden a los 49,3 millones de dólares, frente a los 50.000 dólares en que, de media, se sitúan los ahorros para la jubilación de los estadounidenses menores de 65 años.
En el ámbito laboral, en los últimos tiempos también estamos asistiendo a un movimiento para elevar el salario mínimo hasta los 15 dólares la hora y en algunos Estados ya se está aprobando para alcanzar ese nivel en los próximos años, de una manera paulatina. Incluso la mayoría de candidatos republicanos está ya a favor del incremento del salario mínimo, algo imposible hace muy pocos años.
Como vemos, la preocupación por la desigualdad, la pobreza y sus efectos en el crecimiento económico es creciente. Quizás en unos años germine con la fuerza con la que lo hizo durante la Segunda Guerra Mundial.
Tras el desastre que supuso dar marcha atrás a las medidas igualitarias adoptadas en la Primera Guerra Mundial, dado que dio lugar al estallido de la Gran Depresión con un coste social incalculable; tras la lección de los años de la segunda posguerra mundial de que no hay que caer en un exceso de complacencia, de que hay que mantener la conciencia igualitaria y no ceder ni un ápice porque la plutocracia hará lo posible por recuperar terreno; quizás la próxima ola igualitaria llegará para quedarse, con todas las lecciones aprendidas.
Este camino de ida y vuelta que recorrió Estados Unidos también se experimentó en el Reino Unido: el programa socializante iniciado por los laboristas en 1945 se acabó cuando llegó Margaret Thatcher al poder en 1979. Pero el paralelismo va más allá: si en Estados Unidos ha emergido la figura de Bernie Sanders como candidato con posibilidades de liderar a los demócratas en las elecciones del año que viene, en el Reino Unido, un izquierdista con un programa que recuerda al del “espíritu del 45”, Jeremy Corbyn, se ha hecho con las riendas del Partido Laborista.
Sanders y Corbyn, entre otros, pueden encabezar, a nivel mundial, un nuevo periodo igualitario con una gran peculiaridad: los programas progresistas ya no podrán ser desarrollados dentro de las fronteras estatales, sino que obligatoriamente lo deberán hacer a escala global.
Otros muchos podrían unirse a Sanders y Corbyn. En España, desde el 15M, desde que empezó a funcionar la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, se comenzó a gestar una nueva conciencia pro-redistribución de la riqueza. Y ya han llegado a Ayuntamientos formaciones políticas y coaliciones ciudadanas partidarias de políticas antiplutocráticas. Se puede perder esta oportunidad histórica, como ocurrió con los primeros populistas en la Norteamérica de los años noventa del siglo XIX, o con el Chile de Salvador Allende, o con la Francia de François Mitterrand, los ultimísimos experimentos igualitarios, pero nos volverá a salir muy caro. La conciencia puede volver a desarmarse y reconstruirla es duro, lleva muchos años y se deja a mucha gente por el camino. Confiemos en que lo ocurrido en Grecia, el fracaso de Syriza, no sea un anticipo de la enésima derrota.
Cristina Vallejo (Burgos, 1980) es periodista y socióloga.