Los hermanos Blas

 

 

Los hermanos Blas eran dos: uno delgado y con buena cabellera, y otro gordito, más bajo y calvo. Los hermanos Blas eran barberos y tenían su negocio en los bajos de la casa de una sola planta alta, que todavía existe, situada en la esquina de la avenida de España y la calle Diego Antonio González, que en tiempo de los hermanos Blas tenía el bélico nombre de Alcázar de Toledo. El negocio de los hermanos Blas daba a la calle Diego Antonio González, pero ellos tenían el infortunio, más bien absurdo, de compartir oficio con otro barbero, que estaba en los bajos de la misma casa, pero en la parte de la avenida. Yo nunca entendí que hubiera dos barberías tan cerca, creo que nadie lo podría entender. La otra barbería, la que daba a la avenida, la regentaba un hombre calvo y literario, Víctor Ruiz, pero de Víctor Ruiz ya hablaré en otra semblanza. Víctor tenía un gran salón de peluquería con cuatro o cinco oficiales, y bien recuerdo el rostro de casi todos ellos, en un tiempo para mí infantil y lleno de prodigios.

 

Los hermanos Blas tenían clientes, pero pocos. Aunque tal vez suficientes para vivir de aquel negocio. Vivir con austeridad, imagino, pero dignamente. Muchos días, no sé por qué, se quedaba en la peluquería el hermano con pelo, que parecía un poco el jefe del otro. Y el más bajito y calvo, un hombre de aspecto muy modesto y sosegado, hacía la siguiente maniobra: se acercaba hasta la esquina de la calle Diego Antonio González con la avenida, cuidando siempre de no sobrepasar la línea imaginaria que iba desde la casa donde estaba su negocio del otro lado de la calle. De este modo se garantizaba que no le pudieran ver desde la peluquería rival y triunfadora. Donde algunas veces salían Víctor Ruiz o sus empleados a observar el panorama. Cuando tenían menos clientes.

 

Con su actitud observadora, aquel Blas calvo y con aspecto de algún personaje de los cuentos de cómics de entonces, se convertía él también, un poco, en un personaje de cuento. Mi familia vivía en el chaflán de Fernando Miranda con la avenida de España, y desde el balcón, en los veranos, veíamos aquella liturgia del Blas calvo. Cada tarde allí estaba él, con su aspecto humilde, y con su afición a ver el mundo, la calle, el tiempo, lo que había. Mi madre, que siempre andaba poniendo nombres a todo lo que veía, lo bautizó como el señor del “Cu-cú”, porque daba la impresión de que estaba jugando siempre a ese entretenimiento infantil. Cú-cú, escondido en la esquina.

 

Muchos años después, cuando llevaba yo seis sin vivir en Ponferrada, fui por primera y última vez en mi vida a la peluquería de los hermanos Blas. Para entonces había desaparecido la de Víctor Ruiz, y fui a aquel negocio para que me contaran el pelo. Llevaba melenas y me esperaba la triste perspectiva de mi servicio militar, que retrasé irresponsablemente, hasta mis 26 años. Entré en el negocio, no dije nada, como si yo fuese un forastero, alguien de paso. Me atendió, como era de esperar, el hermano delgado y con pelo, mientras el otro debería de estar en su observatorio, aunque para entonces, al no tener competencia, ya rebasaba con naturalidad la línea imaginaria que antes respetaba cuidadosamente.

 

Yo no hablé nada durante el servicio del corte de pelo, que fue intenso dada mi cabellera. Pensaba que así favorecía mi anonimato. Entonces, cuando terminó el Blas flaco su trabajo, y cuando yo me disponía a pagarle, él, raudo e implacable, me dijo: “¿Tu hermana sigue en Asturias, verdad?” No me dejó salir de su negocio como un forastero. Me dejó hecho polvo. Y a la vez, hizo muy bien. Lo que él no sabía es que mi timidez, y no otro sentimiento, era el que me hacía andar por la ciudad como si fuese un inmigrante recién llegado.

 

CÉSAR GAVELA

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