Las semanas santas

Hay muchas Semanas Santas, casi tantas como pueblos hay en España. Y para cada uno de ellos, la suya es la mejor y la más auténtica. Pero todas se han convertido en una mezcla de fervor religioso, espectáculo, teatro, acto social, celebración gastronómica, vacaciones, desfile de modas y estreno, negocio, y, sobre todo, mucho tapeo y botellón. Las calles se llenan de imágenes sangrientas y desgarradoras, mecidas al son de una música ténebre e impulsadas por la nueva moda de los aplausos. A más aplausos mayores son las llagas en los hombros o en las nucas de los costaleros o porteadores de los pasos. Y cuando mayor y más sangrienta la llaga, más honor, orgullo y satisfacción para el papón que ayuda a llevar en andas el paso.

En la época del concilio de Trento y de la Contrarreforma, la Iglesia decide sacar las imágenes en procesión a las calles con un claro sentido didáctico. Era tal el analfabetismo, que la única manera para catequizar al pueblo ignorante era mostrar las imágenes y hacer con ellas una representación, eso sí, lo más cruda y descarnada posible. Que la sangre, las llagas, las cicatrices, las lágrimas y los cuerpos retorcidos en escorzos imposibles siempre han emocionado y  conmocionado a los fieles.

Los escultores y tallistas del Barroco son los actuales realizadores de los medios audiovisuales. Han cambiado las formas y la tecnología, pero el mensaje sigue siendo el mismo. Quizá por ello, se ha perdido la pasión y gran parte del sentido y del sentimiento religioso y ahora prima la plasticidad del espectáculo, los adornos de los pasos, las luces, los reflejos dorados y plateados  y el baile de las andas al compás de una canción de Serrat.

Pero mientras nos conmovemos, disfrutamos, contemplamos o simplemente curioseamos con el discurrir de las procesiones, la verdadera Semana Santa del siglo XXI, la auténtica, la verdaderamente trágica, la pasional y redentora se escenifica a miles de kilómetros, en la frontera sur de la Europa civilizada, protestante, católica u ortodoxa. Bordeando y sorteando alambradas llenas de concertinas, miles de refugiados sirios, iraquíes o afganos procesionan en el más absoluto de los desamparos en busca de su redención personal y colectiva, en pro de su salvación y de un mundo mejor. Procesionan huyendo de las guerras que ha provocado la Europa religiosa que estos días se concentra delante de sus pasos procesionales de madera para demostrar su fervor religioso.

En las procesiones de los refugiados, sus hombres, mujeres y niños exhiben sangre de verdad, llagas y quemaduras auténticas, rostros quebrados por un dolor real, cuerpos retorcidos por un frío que cala huesos y carne palpable. No son padecimientos tallados con arte en la madera, es un dolor que se manifiesta ante nosotros y al que respondemos con la más absoluta indiferencia. Preferimos esperar el paso de nuestras procesiones tomando un botellón o una limonada en vez de tomar partido por la auténtica Semana Santa, escenificada por esos miles de anónimos refugiados a quienes, al menos en España, no les ofrecemos el más mínimo gesto de solidaridad. Ni la más mínima compasión.

Sí, Semanas Santas hay muchas, pero la de verdad, la auténtica, la real, no está aquí. Está allí, muy lejos, tan lejos que la sangre no nos salpica. Aquí es más cómodo ver la sangre pintada en los cuerpos de cartón piedra y dulcificada con purpurinas doradas y plateadas. Así es más cómodo y aséptico.

 

 

 

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