Aún a esta hora, cerca de las once, los peregrinos encauzan la senda hacia Santiago por la calle del poeta. Luce un sol espléndido, y el otoño se muestra remiso a anunciarse en los robles boreales que acostumbran, por estas fechas, a poner unas pinceladas de tinte rojizo en la abrumadora piedra blanca del palacio de Gaudí. El manto tupido que cubre el jardín delantero de la casa de los Panero se alza vigoroso a la búsqueda de la luz del sol. Es olor a lavanda, oigo que le comenta la peregrina a su compañero, mientras entorna los ojos hacia la verja, tentada a franquear las cancillas abiertas para mojar las manos en la peana de agua que el niño bronceado sujeta en la cercana fuente, y a refrotarlas después en esa planta tan amada por la diosa Diana. No es momento de detenerse, dice con su silencio el compañero, que sigue impregnándose en su rápido caminar con este aroma.
Tiene esta casa un labrado mirador flanqueado por dos ventanas con celosías mallorquinas. Cuando el poeta peruano César Vallejo, en el frío invierno de 1931 abrió la más cercana a la catedral, además del lienzo del monasterio tenía al alcance de sus ojos las torres catedralicias, pues aún no habían sido enclavadas las edificaciones mastodónticas que hoy hieren cercanas los ojos. Llegó invitado a esta casa por Juan y Leopoldo, admiradores de su obra poética y de su compromiso humano; juntos habían vivido en la primavera el despertar republicano en las calles de Madrid. “¿De dónde, por qué camino había venido / soplo de ceniza caliente/ indio manso hecho de raíces eternas (…)?”, versificaría Leopoldo tiempo después de celebrado su entierro en el cementerio parisino, el de los no pudientes, tampoco famosos, de Montrouge.
Las palomas, sea por azar, o por querencia, toman a esta hora el sol en la cumbre de la celosía que un día abrió César Vallejo para respirar el aire de Astorga, ese que venía timbrado desde las torres catedralicias, porque entonces, sí, eran los campaneros los que marcaban la danza que anunciaba la plegaria. Más será por querencia, porque las palomas revolotean en la poesía de este “indio de raíces eternas”:
La vida, esta vida
me placía, su instrumento, esas palomas…
Me placía escucharlas gobernarse en lontananza,
advenir naturales, determinado el número,
y ejecutar, según sus aflicciones, sus dianas de animales.
No ha de ser lejano el día en que se abrirá de nuevo la celosía mallorquina y entrarán a la habitación las palomas para dejar en sus paredes sus poemas y el soplo de su “caliente ceniza”.
Con versos quieren
franquear las palomas
la celosía.
lo que si hiere a los ojos es el edificio donde esta ubicada la oficina de turismo,no es mastodóntico,es monstruoso,dicho sea de paso con el visto bueno del titular del blog.