Las frías aguas del Dvina

Nacer y morir acotan la vida pero no son la misma cosa. No hay mérito en nacer como tampoco, casi nunca, lo hay en morir. Pero a veces…

Los funcionarios que administran la memoria de los otros deberían prestar más atención cuando programan centenarios del nacer, cuando deberían hacerlo del morir.

Hace pocos días en el ámbito de Granada y poco más, que aunque sea mucho lo es mucho menos, se conmemoraba el ciento cincuenta aniversario (sesquicentenario se dice pero no lo dicen) del nacimiento de Ángel Ganivet, ese español al que le endosan el ser precursor simbólico de la generación del 98 cuando es, paradójicamente, su antítesis.

Y para seguir con las paradojas, es en Helsinki donde se ha celebrado hace unos días la IX Edición del Certamen Literario Internacional “Ángel Ganivet” con la participación de 1204 escritores de 40 países, promovido por una asociación desconocida pero que despierta mi interés por lo insólita: “Asociación de Países Amigos” y que fue “creada para promover la lengua y cultura españolas en Finlandia” en 1984. Me prometo acercarme a ella y conocer a sus miembros.

Ángel, a sus treinta y cuatro años, dejó el consulado español del que era titular en la ciudad de Riga, letona y rusa en 1898, subió al ferry que salvando el río le acerca a la casa que habita y, en su mitad, se arroja a las heladas aguas caída la tarde de ese sombrío 29 de noviembre. A duras penas es rescatado con vida del intento fatal y, en un momento de lucidez, se zafa de sus salvadores y vuelve a arrojarse al infinito helado para dejar allí, esta vez sí, su vida para siempre.

Yo conmemoro hoy, veinte de diciembre del año dos mil quince, el ciento diecisiete aniversario y pocos días de la muerte por desesperanza de este hombre que tenía a España en el alma y no pudo soportar su desastrosa quiebra, tan injusta.

Se ha especulado mucho sobre las causas profundas de la depresión del autor del Idearium español, desde la enfermedad hasta los males de amores, que le llevaron a buscar su muerte con decisión frenética.

A mí me gusta pensar que, como en las grandes tragedias, Ángel desconocía que ese mismo día, ese 29 de noviembre de 1898, tan aciago, llegaba a Riga su amante y madre de sus hijos Amelia Roldán, desde su España cálida, con el olor de los azahares valencianos, a su rescate. ¡Ah, si lo hubiera sabido!

 

 

Amelia Roldán
Amelia Roldán

 

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