La calle San Marcos de San Andrés, en 1976, fecha en la que publiqué este artículo, aún contaba con varias familias labradoras; hoy ya tan solo queda en ella el último agricultor, dado de alta en la ciudad, Miguel Alonso. Solo urbanizada por ambos márgenes en dos pequeños tramos, tenía un gran encanto, pues las casas de bajo y planta, que aún en parte se conservan, en su margen derecho, respondían a esa arquitectura sencilla de principios del pasado siglo, con la fachada y las ventanas enmarcadas, y el alero con un caprichoso juego romboidal, ambos con ladrillos aplantillados. Por el contrario, en el margen izquierdo predominaban las casas de labranza, sin adornos, pero con puertas carretales. Además de la señora Josefa, la habitaban personajes singulares como la señora Estefanía y su esposo Dimas, vendedores de prendas en mercados, con maletones y arcones siempre abiertos en el pasillo, y generosos muchas mañanas con una pequeña propina si les dabas desde el portal los buenos días. Y la señora Coral, de juventud misteriosa, que vivía de coger los puntos de las medias, muchas de cristal; entonces, huelga el decirlo, no se tiraba nada. La señora Coral era mujer de mundo, y me contaba historias extraordinarias, sé que extraordinarias aunque no las comprendía, nada decía para el entendimiento de un niño de apenas cinco o seis años; recuerdo que hablaba y reflexionaba y pensaba sin mirarme, mientras cogía con alargadas agujas de punzón hilillos que agitaba, trenzaba, estiraba y milagrosamente acoplaba. Cuando revisaba la labor introducía la media en su mano y al abrir los dedos me ofrecía un abanico de transparencias. No era un mundo mejor ni peor que el actual, pero era distinto, porque las puertas de las casas estaban abiertas y tu espacio no solo era tu hogar, o la calle, sino los pasillos y cocinas de las casas vecinas. La señora Josefa, la Morena, representa una manera de estar en el mundo que se fue: en la crianza de los hijos, en el trabajo del campo, en la convivencia vecinal y en un acendrado espíritu religioso, por el que se miraba al cielo, en la faena diaria, para encomendarse al Dios protector.
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El Pensamiento Astorgano, 9 de septiembre de 1976
LA SEÑORA JOSEFA, MUJER DEL PUEBLO
La señora Josefa, la Morena, se nos ha ido a los noventa años a buscar el merecido descanso. Y por encima de toda la tristeza que sentimos los que tuvimos la suerte de conocer su trato, se sobrepone su perfil humano y religioso, aprehendido solamente en los sentimientos más humanos del alma popular.
En mi mente quedará para siempre fijada aquella imagen de mujer sufrida del campo sentada en una piedra de su casa, cosiendo, haciendo calceta cuando no había labor en el campo, siempre alejada del cuchicheo del barrio del que huía como del demonio. Y desde que empecé a subir por la calle de San Marcos a la escuela de las monjas de S. Andrés siempre tuvo para mí una palabra de afecto, una preocupación por mi familia y por los que me rodeaban en el molino. Así era esta gran mujer del pueblo para todo el mundo: preocupada y metida en las carencias y angustias de los demás. Cuando le decíamos señora Josefa que usted ya es muy mayor, deje el campo ya, no madrugue tanto, viva tranquila, respondía que su tranquilidad estaba en verse útil, poder ir a la siega, era malo amodorrarse; pero señora Josefa si usted tiene más de ochenta años, no puede venir de la siega y sofocada correr al Rosario…, muchas veces a tocar las campanas e incluso cuando el sacerdote andaba apurado lo rezaba ella para todos, mezclando los misterios pero rodeándolos de improvisaciones que le salían del alma. Había vecinas que no entendían esta vitalidad, y ya se sabe lo que es el vivir cotidiano en esta ciudad. Al pasar una vez para la iglesia hubo quien le espetó:
Al lado del rezador
no dejes el trigo al sol.
Y ella le contestó con garbo:
Y del que no reza nada
ni trigo ni cebada.
Ahí queda eso, y otras muchas anécdotas entrañables de su larga vida.
Sabemos que la señora Josefa tuvo a los ocho años o antes que dejar la escuela y entregarse a las labores del campo, y que más tarde, cuando quiso recitar sus rezos tuvo que llegar con la improvisación espontánea a donde la memoria no alcanzaba. Después vinieron aquella docena de hijos a los que había que dar el pan sin abandonar las faenas del campo, trabajo en casa, trabajo fuera, y en todo este trajín se curte un gran espíritu de sacrificio. La fuerza venía de sus creencias religiosas pero también de encontrar un sentido a la misma naturaleza: cuando entresacaba la remolacha o segaba con la guadaña el trigo ella antes miraba para arriba persignándose, y después toda airosa hincaba la azada en la tierra, encontrando en ese esfuerzo que germinaba la razón de su vida.
La señora Morena era la peregrina de su propia tierra. Octogenaria y aún en cabeza de todas las procesiones de la ciudad, sin faltar a una “anovena”, diciendo al cielo la vida cotidiana y la esperanza en el trabajo, y cuando los cantos amainaban porque Sisebuto estaba en la cola de la procesión allí estaba ella con su canto hondo al Cristo de los Afligidos; las demás voces continuaban como si algo súbito les despertara. No faltaba a las festividades de su pueblo, Valdeviejas, y aún llegaba andando en romería a la Virgen del Camino con el fardelico de comida al hombro, de posada en posada sembrando calor humano a su paso, nueve días por estos caminos de Dios leoneses venciendo la fatiga. No, no era su fe bobalicona o tridentina, y bien que entendió que el cura debía vestirse como los demás, y vivir sumergido en los dolores del barrio, en la difícil convivencia del barrio gitano. Cuando don Antonio Cavero cayó enfermo allí estuvo la señora Josefa atendiéndole con sus manos desenvueltas haciendo de enfermera y madre a la vez. Muchos tenemos en el recuerdo aquella mujer con su mantón, su comida, y tampoco podía faltar, claro está, terminar la romería sin echar una buena jota de la tierra en medio de los pendones, jotas maragatas que bien sabía la señora Josefa que para hacerlo pasable se levantaba el zapato bien alto y se clavaba en la tierra con garbo, porque esta es la vitalidad de nuestro pueblo. Ella suplía a los cepillos de la parroquia para que los condenados rapaces no anduvieran abriéndolos y para eso recogía las limosnas, después las dejaba encima de la camilla como si de un rito se tratara, bien, bien que sabía ella que no contaba el poco dinero sino el valor de quien lo daba..
Cuando vino La Gaceta Ilustrada a fotografiar el espíritu de nuestra tierra hubo que encaminarla a su casa para que recogiera lo más puro de nuestro pueblo: un trato humano, cordial y abierto, una cara amorosamente curtida por el clima, el garbo temperamental del remolino de la saya, el pañuelo negro anudado, el jarro que se lleva al campo debajo del brazo en época de siega… A nadie se le puede escapar en esta imagen el desgaste de nuestros campesinos y su vitalidad.
Hay una historia cotidiana que por desgracia no es noticiable en nuestra ciudad, pero es la que conforma nuestra existencia. La vida de la señora Josefa es un ejemplo vivo de alma popular y sencilla de nuestra tierra que siempre quedará en el recuerdo. Nos queda el gozo de la presencia viva de su cara morena por trabajar de sol a sol, curtida por surcos como la misma tierra que ella trabajó, aquel desparpajo vital en su andadura por la vida. A la eternidad merecida y que esperaba ha llegado con una cara blanca, cuando la caída de la hoja y la recogida del fruto marcan la razón de nuestra vida.
PERANDONES