Tres años después del paso –de forma accidental e incluyendo Astorga que estaba en el fortuito itinerario– por España camino de París, del que diecisiete años después sería segundo presidente constitucional de los Estados Unidos, John Adams, Inglaterra reconocía a los Estados Unidos y acordaba la paz con Francia y España.
Corría el año 1783 y el Conde de Aranda, a la sazón embajador español en Francia, después de la firma del tratado que confirmaba los reconocimientos susodichos envía una comunicación al Rey de España a todas luces profética:
«La independencia de las colonias inglesas queda reconocida y éste es para mí un motivo de dolor y temor. No es de este lugar examinar la opinión de algunos hombres de Estado, tanto nacionales como extranjeros, en la cual estoy conforme, acerca de las dificultades de conservar nuestro dominio en América. Jamás han podido conservarse por mucho tiempo posesiones tan vastas colocadas a tan gran distancia de la Metrópoli. A esta causa, general a todas las colonias, hay que agregarse otras especiales de las posesiones españolas, a saber: las vejaciones de algunos gobernantes para con sus gobernados… la dificultad de conocer bien (el gobierno) la verdad a tanta distancia… circunstancias que, reunidas todas, no pueden menos que descontentar a los habitantes de América, moviéndolos a hacer esfuerzos a fin de conseguir su independencia tan luego como la ocasión sea propicia.
»Así, pues, sin entrar en ninguna de estas consideraciones, me ceñiré en la actualidad a la que me ocupa relativamente al temor de vernos expuestos a serios peligros por parte de la nueva Potencia que acabamos de reconocer, en un país en que no existe ninguna otra en estado de cortar su vuelo. Esta república federal nació pigmea, por decirlo así, y ha necesitado del apoyo de dos Estados tan poderosos como España y Francia para conseguir su independencia. Llegará un día que crezca y se torne gigante y aun coloso terrible en aquellas regiones. Entonces olvidará los beneficios que ha recibido de estas dos Potencias y sólo pensará en su engrandecimiento.
»La libertad de conciencia, la facilidad de establecer una población nueva en terrenos inmensos, así como las ventajas de un gobierno naciente les traerá agricultores y artesanos de todas las naciones y dentro de pocos años veremos con dolor la existencia titánica de ese coloso de que voy tratando.
»El primer paso de esta Potencia cuando haya logrado engrandecerse será apoderarse de las Floridas a fin de dominar el golfo de Méjico. Después de molestarnos así, aspirará a la conquista de este vasto imperio que no podemos defender contra una potencia formidable establecida en el mismo Continente y vecina suya. Estos temores, Señor, son bien fundados y deben realizarse dentro de breves años, si no presenciamos antes otras conmociones más funestas en nuestra América.
»Justifican este modo de pensar lo que ha acontecido en todos los siglos y en todas las naciones que han empezado a engrandecerse. Do quiera el hombre es el mismo. La diferencia de climas no cambia la naturaleza de nuestros sentimientos y el que encuentra ocasión de adquirir poder y elevarse, no lo desperdicia jamás… Una política cuerda nos aconseja que tomemos precauciones contra los males que pueden sobrevenir».
La política de los Estados Unidos respecto de España y, sobre todo, de sus posesiones –es un decir, que hoy no hay forma de referirse a ellas correctamente– más allá de la península Ibérica, a lo largo del siglo XIX y principios del XX, no fue ni por asomo la que cabría esperar de un ¿socio? aparentemente agradecido y fiable sino todo lo contrario, convirtiendo la profecía de Aranda casi en tratado de ciencia política.
Lo dejo aquí para que el lector interesado reflexione y profundice sobre el apoyo de España a la independencia de los Estados Unidos, que lo fue desde ópticas tan distintas –y distantes– como lo fueron los “primeros ministros” ilustrados españoles, condes de Floridablanca y de Aranda, a quienes les tocó lidiar el asunto “en nombre del Rey”.
Juan Manuel Martínez Valdueza
16 de junio de 2018