Hace un año, aproximadamente, comencé a colaborar con este diario enviando mis opiniones sobre el quehacer de la clase política, ya fuera en el ámbito local, nacional o planetario.
En mis artículos de opinión, reconozco que he sido bastante crítico con unos y con otros, pero prometo que este año voy a cambiar. Voy a hablar bien de todos, que es mucho más gratificante. Sólo pongo una condición: No quiero faltar a la verdad, así que quiero motivos.
Hace un año, escribí una columna en la que daba noticia de una leyenda que cuenta que, en el Palacio de la Moncloa, hay una sala con chimenea y una cómoda butaca, donde, dicen, los presidentes pasan muchas horas pensando. Quizá por esa razón, algunos le llaman la sala de pensar.
De vez en cuando –y siempre, según la leyenda– se deslizan chimenea abajo unos efluvios, procedentes de no se sabe dónde, que producen una especie de tontuna a quien está próximo.
Esta merma del raciocinio se manifiesta en nombramientos estrambóticos, (hay un amplio catálogo de unos y otros), declaraciones de guerra, bilingüismo (hablo catalán en la intimidad), negación de lo evidente (¿Qué crisis?) y un largo etcétera que no tiene cabida en esta columna.
Dicen que esta especie de agilipollamiento es algo pasajero, aunque queda, para siempre, latente, a lo largo de la vida de los afectados. Y puede haber alguna recaída.
Y en esto debía de andar el expresidente Felipe González, cuando afirmó, categóricamente, que el régimen de Pinochet “respetaba mucho más los derechos humanos que el paraíso de paz y prosperidad de Maduro”.
Quizá no midió bien sus palabras, producto del cabreo por no ser autorizado a participar en la defensa de dos opositores venezolanos, pero, a mi juicio, ofendió, gravísimamente, no sólo a las más de cuarenta mil personas que fueron detenidas y torturadas –de ellas, más de tres mil están muertas o desaparecidas– en los diecisiete años de dictadura, sino a todas las víctimas de las dictaduras latinoamericanas.
Es cierto que Maduro, que cuenta con insólitos apoyos en algún sector de la izquierda española, ha hecho cosas gravísimas, como la eliminación de derechos civiles y de libertad de prensa, el encarcelamiento de disidentes o juicios sin garantías. Pero no olvidemos que en Chile, bajo la bota de Pinochet, no sólo se hizo esto, sino que se torturó y eliminó, sistemáticamente, a cualquiera, hombre o mujer, joven o anciano, que pudiera parecer sospechoso de algo.
A Felipe se le fue la pinza.