Se dice que una persona está maldita cuando una fuerza invisible, inexplicable para la razón humana, hace caer en continua desgracia al sujeto paciente de tal condición. La gitana maldice al turista que le niega la propina o la limosna y sin embargo lo que realiza es el deseo iluso de contar con poder para lanzar todo mal a quien menta en ese momento.
La literatura británica en general, la escocesa en particular, guarda memorables páginas donde la leyenda, la tradición y la historia se mezclan en cada castillo, en cada fantasma que lo habita, como el inquilino maldito que no puede huir de lo que llevó a encerrarle por siempre allí. ¿La mala vida llevada quizás? En todo caso en la España rural, sobre todo en amplias zonas geográficas de Galicia o del País Vasco la magia y el sortilegio ancestral de brujas y santeros pervive en la memoria colectiva de un pueblo que se niega a ser olvidado del todo. El trasgu del bable o trasto en su forma castellanizada, como el duende, bueno o malo, parece convivir entre nosotros en los montes de Asturias y León sin realmente darnos cuenta de ello.
Hubo un tiempo en que en la plaza de la Catedral, hablamos de los años 70, se decía que en muchas noches se oía la respiración y lamento de alguien o de algo. La prensa de la época, como de un chascarrillo ciudadano así lo reflejó. A tanto llegó el asunto en cuestión que los últimos serenos, por entonces policías locales nocturnos, pasaban entre la niebla meona pisando los cantos rodados del entorno de la SEO hasta llegar a dar con la solución. Nunca se supo a ciencia cierta quién dio con el quid de la cuestión que iba camino de convertirse en fenómeno paranormal que tanto gustaba en la radio y televisión de entonces con Germán Argumosa, el Padre Pilón o el psiquiátra Fernando Giménez del Oso como estrellas mediáticas. Lo cierto es que el misterio de los suspiros y jadeos fueron atribuidos a una lechuza que tomó por hogar una de las torres de la Catedral. Otra cosa bien distinta fue lo que el siempre bromista y añorado Emilio “El Pertiguero” hizo. Aprovechó en una ocasión tal expectación para hacer rodar unas gruesas cadenas aderezando la rondalla nocturna de unas beatas que se acercaban por delante del Hospital de San Juan saliendo pies para que os quiero por la calle Leopoldo Panero. Emilio era así. Y a fe que me lo contó como otras experiencias más en una entrevista periodística que como becario del Faro tuve ocasión de realizarle.
Y a Panero quería yo llegar. La llamada “maldición de los Panero” es algo recurrente cuando se habla de esta familia astorgana. Sale a relucir cada vez que se narran los finales de cada uno de sus más populares miembros, esto es, el patriarca y poeta Juan, y sus tres hijos, vamos a definirlos así: artistas. Literatos de postín o impostores de la literatura eso allá cada cual. No va de eso hoy el tema. Sin embargo, muchos de los que estudian a la saga paneril -me he inventado la expresión- les complace enunciar esa especie de maldición cainítica que llevaron sus vidas…y sus muertes.
Verdad o mentira, exageración o no; lo cierto es que el otro día tuve el placer de conocer y saludar brevemente a un miembro de esa familia, más en concreto, una venerable señora que resultó ser sobrina del patriarca. Nada contenta con el resultado de unas obras de una casa que suya también fue, “donde no queda nada”, ni tan siquiera los jardines y el entorno como al parecer se dijo y prometió a la familia. Tanto es así que, no a la memoria del poeta, pero sí a la casa, nos espetó al actual alcalde y a mí un: “por mí como si se quemara y el fuego se llevase todo“. Algo que me dejó pensativo y conmovido a la vez. Alguien ha traicionado a esta gente, pensé para mis adentros. O quizás, la maldición de los Panero sigue su curso como cuando aparecía cierto hijo del patriarca y había que buscar la cabeza decapitada de la estatua del padre en los arrabales de la Bimilenaria. ¡Qué culebrón!
Por senderos novelescos también discurren otros apellidos ilustres de la Muy Noble, quizás mejor lo dejamos para otro día. Tan sólo comentarles que en el último reducto-casa solariega en las últimas fiestas de agosto se llevó a cabo una cena, a prioi, de alto postín, o al menos eso se pretendía. Las lenguas viperinas nos cuentan que el chaqué era riguroso en los hombres, debe de ser para recordar lo pingüinos por tontos que son algunos y el champagne caro, no el de Rondel navideño, corrió a raudales. Uno de los nada ilustres pero aparentosos invitados, empresario astorgano que va de triunfador, se pasó tanto de madre y de licores que el altercado traspasó a la vecindad y a la Policía local, quien tuvo que aguantar los consabidos: “usted no sabe con quien está hablando…yo soy amigo del presidente del Gobierno… ” y demás fanfarrias. Pena que la maldición de la autocensura, la peor de todas las censuras, no nos permita contarles más.