V. Silván Llega el frío y con él la matanza del cerdo, que todavía se realiza de forma tradicional en muchos pueblos de León, aunque cada vez son menos las familias que crían al año uno o dos ‘gochos’, antes base fundamental de la alimentación en el medio rural porque, como dice el refrán, de ellos “se aprovecha todo, hasta los andares”. Una tradición marcada por una liturgia que se ha mantenido más o menos inmutable con el paso de los años, desde el ritual del sacrificio al ahumado y secado de los embutidos.
El día de la matanza suele ser un día frío, “habitualmente en noviembre o diciembre, son buenos los días de helada”, cuenta Adela Silván, de Santa Marina de Torre, que desde pequeña recuerda como esa “celebración” servía para reunir a toda la familia y los amigos que se acercaban a echar una mano. Los mismo recuerdos que tiene Elvira Lorenzo, que hace unos días hacía su matanza en Cortiguera, aunque de origen gallego, y rememora como bien temprano “ya se juntaba toda la gente antes para desayunar”. “Antes se echaba todo el día, ahora en un par de horas esta hecho”, puntualiza Elvira.
Hace años, en esos meses, era habitual despertar en los pueblos con el chillido agudo del cerdo, arrastrado con el gancho de hierro sujeto a su papada o con una simple cuerda y empujado por varios hombres desde el redil hasta el banco de matar. “Se le tira del rabo y se intenta que levante las patas de atrás, así le obligas a que ande hacia adelante y llevarlo donde quieras, siempre que no se te escape”, explica Adela. Una vez tumbado en el banco, se le inmoviliza -incluso utilizando cuerdas para sujetarlo a la bancada – y se espera a que este tranquilo.
Es el momento de que actúe el matarife, generalmente un papel que suele tener siempre el mismo miembro “experto” de la familia, con el suficiente valor para “hincarle” el cuchillo en el cuello, mientras las mujeres y los niños recogen la sangre en cubos, dando vueltas con una cuchara para evitar que se cuaje y poder hacer después con ella las típicas morcillas. Cesan los chillidos y el gorrino empieza a resollar, cada vez más despacio, hasta su última exhalación, su último aliento de vida.
Del ‘pelado’ al ‘estazado’
Una vez muerto, es el momento del “pelado” para quitarle el pelo y dejar su piel limpia, que también es una tarea eminentemente masculina. Aunque en la actualidad se hace habitualmente chamuscando al cerdo con un soplete de gas, hace años se hacía utilizando pajas y urces, explican Adela y Elvira, incluso con agua hirviendo, como explica Amalia Rodríguez, de Villanueva de Valdueza, para proceder después al “afeitado”, raspando con un cuchillo y también con piedra de grano hasta que su piel queda blanca, suave y lisa.
El cerdo ya esta listo para ser abierto en canal y extraer sus tripas y su órganos, antes de ser colgado boca abajo de una viga o sobre una escalera en vertical para acabar de sangrar y dejar enfriar la carne. Empieza entonces una tarea que siempre ha sido “cosa de mujeres”, el lavado de las tripas, normalmente en el río o en el agua de la fuente. “Las mujeres deshacen las tripas que después se van a utilizar para embutir y después se lavan, en Santa Marina antes se iban a lavar a la reguera y también en la fuente”, cuenta Adela Silván.
Tras recibir el resultado positivo de los análisis sanitarios, los hombres proceden a “deshacer” el ‘gocho’, también llamado “estazado”, armados con cuchillos bien afilados y varias artesas -recipiente de madera alargado, de forma trapezoidal-. El animal es despiezado. Primero la cabeza -a la que se serparan las orejas, el morro y las carrilleras-, generalmente “se sala” y, a continuación, se extraen los lomos, separando las costillas del espinazo, los solomillos y los jamones, que también se salan -al igual que las patas y manos- antes de ser ahumados.
Despensa porcina
También se selecciona la carne que se utilizará para hacer los chorizos y embutidos, para lo que será picada y adobada con pimentón, ajo y sal, aunque el algunos sitios añaden también laurel y orégano. “Se cogen partes de la costilleta, el jamón y todas las hebras, hay que escogerlo muy bien para que no haya tanta grasa, se hacen los ‘chichos’ que se dejan con el adobo un día, dándole vuelta cada cinco o seis horas para que se mezcle todo bien”, apostilla Elvira Lorenzo, que explica que después se realizan el embutido de los chorizos, que son también atados por las mujeres, utilizando ahora la popular máquina de picar y embutir -antes se hacía a mano y con ayuda de un embudo-.
Chorizos, lomo embuchado, morcillas, androllas, salchichones y, en el Bierzo, el botillo, para el que se selecciona costilla y huesos poco descarnados, también adobados y embutidos en una tripa gruesa. “Para el botillo se utiliza el estómago, la vejiga o lo que llaman también el ‘yosco’, que es el ciego del intestino”, explica Adela, que recuerda que también se hace otro tipo de chorizo, llamado “de callo”, para el que se utilizan vísceras como el corazón, pulmón, lengua y algunos restos de carne. Los embutidos suelen ahumarse en un lugar reservado para ello unos días después y se dejan secar y curar hasta que estén listos para su consumo.
Una de las últimas tareas de la matanza es hacer la manteca, que procede de las grasas del cerdo. “Se derrite la grasa al fuego”, explica Adela, que a medida que van licuándose se recoge con un cucharón y se va depositando, normalmente en puchero de barro, donde se enfría y solidifican en manteca. En ese proceso se obtienen también los ‘chicharrones’, “o ‘coscarines’ como los llamamos por aquí”, puntualiza Adela, que son los residuos que quedan de hacer la manteca. “Ese día se suelen comer los ‘coscarines’, casi en el momento, con un poco de azúcar por encima y también se preparaban las manzanas cocidas en la manteca y azúcar o el pan frito en la manteca”, recuerda esta vecina de Santa Marina, que apostilla que la grasa también era utilizada para hacer “jabón de casa”.
Una liturgia que se repite año tras año y que, a pesar de la introducción de pequeñas modificaciones a lo largo de muchos años, sigue siendo un ritual familiar y social, que dice mucho de lo que ha sido la vida en los pueblos bercianos, del reparto habitual de tareas entre hombre y mujeres, del aprovechamiento “de todo” para garantizar el alimento y la subsistencia, con un buen aporte de proteínas y grasas para afrontar el duro trabajo en el campo y la huerta, de una vida en comunidad, del rico patrimonio gastronómico berciano.