Hoy día generalmente los niños consiguen casi todo lo que quieren. Ya nacen con un ordenador o un móvil bajo el brazo y por supuesto con una bicicleta. Sin embargo, otros en nuestra infancia, a pesar de que nada tiene que envidiar a la de los niños de ahora, experimentamos alguna pequeña frustración, por ejemplo no llegar a tener un triciclo. Reconozco que se me salían los ojos viendo que un niño del pueblo sí lo tenía y que nunca pude subirme a él. Tampoco me compraron una bicicleta, aunque aprobara todo en junio. A lo sumo tenía que conformarme con que alguna vez pudiera usar la bicicleta de mi padre. En estos casos los niños teníamos que meter las piernas por debajo de la barra, pues no alcanzábamos sentados en el sillín.
Con el tiempo llegué a heredar esa bici y de paso a aprender, casi a dominar, su mecánica: arreglar pinchazos, los frenos, la cadena, o el piñón cuando se pasaba de gatos, etc… Al heredar otras bicicletas viejas, en su última fase ya no quedaba prácticamente nada de la bicicleta original, una “Orbea” que en la década de los 50 ya había costado a mi padre mil pesetas, pues la necesitaba para el trabajo.
A lo largo de la adolescencia y juventud la bicicleta era para mí tan inseparable como los brazos o las piernas y sin ella no iba a ninguna parte, de día o de noche, aunque no tuviera luz. Para sacarle provecho llegué a ponerle un remolque, también una especie de sidecar e incluso una cabina de plástico. Haciendo un poco de memoria podría escribir todo un libro sobre la bicicleta, incluido el relato de algunos viajes.
Cuando cobré mi primer sueldo, ejerciendo de cura de Truchas, la primera compra que hice fue precisamente en un comercio de la localidad, una bicicleta, por fin nueva. Eso sí, de las clásicas, con solo piñón, sin cambios… parecida a la de mi padre.
Escribo esto cuando está punto de comenzar en Ponferrada, en mi barrio, nada menos que el Mundial de Ciclismo. Evidentemente no voy a participar en la competición ni entiendo nada de ciclismo, pero muchas veces he envidiado a esos países europeos o asiáticos en los que en las ciudades la mayoría de la gente anda en bicicleta. Algunas, muy pocas veces, la he utilizado para andar por la ciudad. Reconozco que puede ser un tanto peligroso y que, al ser en minoría, uno se siente un poco avergonzado… pero no cabe duda que sería lo ideal. Me temo que hasta que no se agote el último pozo de petróleo seguiremos siendo esclavos del coche.
Máximo Álvarez Rodríguez