Jarrones chinos

Decía Felipe González que los ex¬-presidentes son una especie de jarrones chinos: De gran valor, pero de difícil ubicación. Tienen un encaje complicado en cualquier sitio. Quizá por eso les han diseñado un puesto bastante cómodo, que no requiere mucho esfuerzo ni dedicación y, para los tiempos que corren, bastante bien pagado:
Pasan a ser –si quieren–miembros vitalicios del Consejo de Estado, una especie de altísimos funcionarios, con una serie de prebendas y con un sueldo de 95.000 euros. De ellos, 23.000 en concepto de “productividad”. ¡Joder!
Sólo uno de ellos ha optado por este “modus vivendi”, que requiere, por así decirlo, dedicación absoluta.
Con el paso del tiempo, los expresidentes  suelen convertirse en piedras en el zapato (popularmente, moscas cojoneras) para los compañeros del partido que los sustituyen en sus responsabilidades.  Debe de  ser cosa del ego herido, cuando contemplan que el mundo sigue girando y que su ausencia es, a veces, hasta beneficiosa.
Sirvan, a modo de ejemplos, las  salidas de pata de banco de Felipe González diciendo que está disponible para echar una mano a Rajoy, o cuando defiende una gran coalición  PP-PSOE.
Otro tanto podemos decir de José María Aznar cuando, en plena convención política del PP, preguntó, delante de los morros de Rajoy,  dónde estaba el PP, o si querían ganar las elecciones. Y, a partir de aquí, se dedicó a ir desgranando   una soflama sobre las esencias del Partido Popular que dejó acojonado al respetable.
Lo que se consigue siempre con estas actuaciones es un titular en todos los medios de comunicación. Pero, sobre todo, tienen la consecuencia inmediata de dejar descolocados a quienes llevan meses  partiéndose la cara con sus rivales políticos, señalando las profundas diferencias que hay entre unos y otros o explicando que están en el  camino correcto y que  este país, en breve, volverá a ser lo mejor del mundo mundial.
Por regla general no hacen mucho daño y, además, hay que pensar que lo hacen con buena intención.
Zapatero, sí ha hecho daño. Se lo ha hecho al partido que lo llevó en volandas a la Presidencia del Gobierno de España. Quizá por ese ego herido del que hablaba antes –no le hace nadie ni puto caso– decidió reunirse a comer, de tapadillo, con la cúpula de Podemos. El titular lo tenía asegurado.
Lo de menos es de  lo que hablaron; lo realmente grave –a lo peor es que soy demasiado “pureta”– es que se reunió con la cúpula de una organización política que va a competir con el PSOE, sin notificarlo a la dirección de  su partido.
Personalmente, me parece una deslealtad hacia el secretario general, Pedro Sánchez que, desde que salió elegido por los militantes por amplísimo margen, ha tenido que bregar para reorganizar un partido que estaba hecho unos zorros (no me pregunten por culpa de quién) y para hacerse con la autoridad moral que el cargo requiere  y que muchos, de forma escandalosa, le niegan.
Una deslealtad, porque una comida secreta tiene difícil justificación y es, además, una inyección de moral importante para los otros comensales.
Seguramente, Zapatero ya ha olvidado que, cuando se hizo con la secretaría general, el partido cerró filas en torno a él, nadie  le discutió la victoria (siete votos de diferencia) y todo el mundo fue indulgente con su bisoñez y sus meteduras de pata.
No sé si Pedro Sánchez es el mejor candidato posible, porque apenas ha tenido tiempo de demostrarlo; Desconozco si mejorará los resultados obtenidos en las últimas elecciones generales, pero lo que no es de  recibo es que un ex-secretario general y ex-presidente del Gobierno  se dedique a ningunearlo. Con amigos así, no nos hacen falta enemigos.
Cabe la posibilidad de que todo sea fruto de su legendario olfato político. Aquel que hacía exclamar a un veterano dirigente socialista: “¡Es que Zapatero no las cheira!”.
Puede ser.

 

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