En la localidad leonesa de San Román de la Vega pocos desconocen la historia de Eleuterio Canseco García, nacido en el seno de una familia muy humilde, que llegó a convertirse en un adinerado emigrante y que, lejos de olvidarse de la tierra en la que vivió más penurias que alegrías, se tornó en un benefactor en vida y a título póstumo.
Irene Alonso García, que reside en León pero veranea en su casa de San Román, es el testimonio vivo de la verdad de quien fue su padrino, al que apreciaba y del que conserva algún recuerdo imborrable. A sus 90 y pico años puede presumir de una lucidez que le permite rememorar episodios de la vida de este hombre del que afirma con rotundidad que fue “una muy buena persona, una bella persona”.
De Madrid a Cuba
Eleuterio dejó San Román en la segunda mitad del siglo XIX, tras una infancia marcada por las necesidades, siguiendo la estela de su hermano “que arreaba ganado para Madrid; y cuando llegó allí iba muy mal, muy andrajoso, y estuvo trabajando lo que pudo”. Desde la capital de España dio el salto a Cuba, donde abrió un próspero negocio (“una casa de lo que fuera”) que le reportó grandes beneficios antes de volver a su país.
“Ganó mucho, mucho dinero y trajo muchas cosas de oro”, apunta Irene, que fue bautizada con el nombre de la compañera de vida de Canseco. “Ellos eran mis padrinos y parece ser que el señor obispo de Astorga decía que no podían ser porque no estaban casados. Él le pidió audiencia y, entre otras cosas, debió decirle que si no lo permitía la pequeña -de un mes de vida- quedaría sin bautizar. Resultado de aquella conversación fue una carta que el prelado envió al sacerdote encargado, Don Ovidio, dándole la correspondiente autorización. El día del bautizo quedó en la memoria de muchos vecinos. “Me decían a mí que los niños de entonces se acordaban de ese día porque mandó ponerlos en fila india y les dio una peseta a cada uno”, rememora.
Aunque le veía poco, la ahijada recuerda un viaje que hizo a Madrid -durante la Segunda República- para ver su padrino. “Yo era una cría y fuimos a pasar las fiestas de San Isidro para que conociera lo que era un avión. Nos llevó a muchos museos y me acuerdo del hipopótamo y no se me olvida”.
Como muestra de su generosidad comenta que a su padre -quien acogió en su casa a una hermana de Eleuterio- le regaló un reloj y una cadena de oro y que tenía una cartilla donde metía propinas que le daba. También obsequió con relojes de pared a unos vecinos del pueblo, cuyo lavadero se construyó con una donación suya. “Tenía unos caños hermosos e iban de los barrios a lavar allí”, explica.
Herencia familiar
Instalado en la capital junto a su pareja, Eleuterio falleció en enero de 1936, soltero y sin descendientes ni ascendientes. En sus últimas voluntades, el hombre que de niño tenía que pedir por las casas para ayudar al sustento de su hogar, no se olvidó de sus primos, a los que dejó una pensión vitalicia de 30 pesetas mensuales. “Este señor tenía familiares y le dejó mientras vivieron una peseta diaria; vivieron con eso, que en aquella época era mucho dinero”, resume Irene.
La casa de todos
Llama, sin duda, la atención la decisión de Eleuterio de dejar en herencia un inmueble ubicado en la céntrica calle San Vicente de Madrid a todo el pueblo de San Román de la Vega. El testamento que otorgó en 1934, que establecía como heredera universal usufructuaria a Irene Tijero y Delgado -fallecida en febrero de 1983- , dejaba ese edificio en propiedad al Ayuntamiento de San Justo de la Vega “con la condición precisa e ineludible de dedicar los productos o rentas de esos bienes exclusivamente en beneficio del pueblo de San Román”, administrando esos caudales los concejales de la localidad.
Y así se hace desde entonces, con la lógica condición de que el pueblo asuma todas las cargas y gastos que origine dicho inmueble, de varias plantas, tal y como acordó, por unanimidad, la corporación municipal en noviembre de 1983. Una calle dedicada a él y el lavadero, en proceso de recuperación, dejarán testimonio perenne de la existencia de este hombre, hijo predilecto del pueblo al que quiso honrar más allá de la muerte.