Conmemora este año el mundo literario, y de modo especial el Bierzo, el segundo centenario del nacimiento de Enrique Gil y Carrasco, escritor que vio la luz en Villafranca el 15 de julio de 1815 y murió en Berlín a los treinta años, el 22 de febrero de 1846. En 1946 se conmemoraba el centenario de su muerte y El Pensamiento Astorgano se sumaba al homenaje con varios artículos aparecidos en el mes de febrero. El primero de ellos lo firmaba Antonio G. Orallo y, despojado de retórica, viene a confirmar los estudios del futuro escritor en el Seminario de Astorga durante dos cursos –1829-31– y no uno, como hasta entonces creían los biógrafos. Desvela además los escasos datos académicos que sobre el escritor obran en la secretaría del centro; tras haber cursado 1º de Filosofía con los benedictinos de San Andrés, en Vega de Espinareda, completó 2º y 3º en la capital maragata con un resultado discreto, ya que en 2º quedó el sexto de siete alumnos y en 3º el octavo de diez. Un segundo artículo, “El centenario de Gil y Carrasco. El ruiseñor berciano”, apareció el 21 de febrero, firmado por José Mª Goy, que ya en 1924 había publicado un trabajo sobre la vida y los escritos de nuestro autor. Todavía un tercer artículo, de Florencio García, titulado “Ponferrada en el Centenario de Enrique Gil y Carrasco”, daba cuenta el día 26 de una serie de actos conmemorativos celebrados en la villa del Sil. Astorga se unía de ese modo a las celebraciones en recuerdo del escritor berciano, profundamente español y leonés. La peripecia de su vida, tan breve como significativa, la relataba poco después Ricardo Gullón en un libro impagable, Cisne sin lago, publicado por Ínsula en 1951 y reeditado por la Diputación de León en la colección Breviarios de la calle del Pez, en 1989.
Poco sabemos de aquel muchacho de ojos azules y pelo castaño, tirando a rubio, que llegó a Astorga con 14 años. A lo mejor dejaba traslucir su mirada la añoranza del Bierzo natal, que le había de acompañar siempre, los valles, ríos y colinas de su tierra, y la familia, que residía en una casa modesta junto al Ayuntamiento, frente al colegio de los agustinos, hoy instituto “Gil y Carrasco”. El padre, a quien todo se le torcía, la madre, que tanto sufrió en silencio, y los hermanos; lo que evoca con dolor en uno de sus mejores artículos, “Atardecer en San Antonio de la Florida”. Callado, observador, nostálgico, un poco triste quizá, aunque sociable, apacible y siempre abierto a la amistad, no parecía un estudiante especialmente aplicado. Y sin embargo todo iba quedando dentro, alentando una imaginación propensa al ensueño y el desengaño, decantando sentimientos, guardando la semilla que luego habría de fructificar. Porque nada se pierde cuando la tierra es propicia.
Del Bierzo vegetal a la severa Astorga, qué distinto sería todo para el rapaz que abandonaba la casa familiar adonde solo había de volver en vacaciones. El rigor de la disciplina y el aspecto de la ciudad que años atrás había resistido heroicamente al francés debió de ser bien poco estimulante; una población pequeña, apenas tres mil habitantes, decrépita y fría como un témpano en la invernada sin fin, combatida por los vientos en lo alto de la colina, pero por eso mismo sana y libre de la mayor parte de las epidemias que afligían a España, decía Pascual Madoz al promediar el siglo. “Herbosa, yerma, callada, sin monumentos casi y sin notables ruinas, sin más prerrogativa que su dignidad episcopal”, anotaría Quadrado unos años después. Cuatro iglesias y dos conventos dentro del recinto amurallado, ruinoso aún, y otro par de iglesias y dos conventos extramuros era casi todo; pongamos, además de las casas terrizas de que hablaba Jovellanos años atrás, las ruinas del castillo de los marqueses, el Ayuntamiento más o menos pintoresco y la catedral maltratada por la guerra, el tiempo y la pobreza, con una joya dentro, eso sí, que el futuro escritor tendría ocasión de conocer. ¿Sería en Astorga donde se le reveló la pasión arrebatadora del arte en esas matronas de Becerra que tanto guardan del genio de Miguel Ángel? Las tardes invernales de oración o las mañanas luminosas de misa ante el altar mayor, qué sentimientos no despertaría en él esa espléndida Caridad rodeada de angelotes, que ofrece a uno de ellos el pecho desnudo. Qué pensaría el muchacho ante esa belleza deslumbrante y tierna. A lo mejor llegó a intuir entonces que solo el arte de verdad pervive, y la primera lección venía de aquellas tallas maravillosas. La mente juvenil necesitaba también el estímulo de la historia y los paisajes del Bierzo con sus castillos ruinosos, Corullón, Cornatel, Ponferrada, poblados de caballeros templarios y armaduras relucientes; un mundo que cobraría vida luego en su obra maestra y la mejor de nuestras novelas románticas, El señor de Bembibre.
La creación se anuncia primero en la imaginación del adolescente introvertido, va componiendo luego un mundo interior y finalmente se encarna en la obra de arte. No hay un momento preciso, y lo son todos. Así que Astorga debió de ser un paso significativo en el desarrollo de la obra futura. Quién sabe si no lo sería también del mal que quizá iba ya incubando.
De aquella Astorga que conoció, habla en el capítulo VI del Bosquejo de un viaje a una provincia del interior; y de los maragatos, en un par de artículos publicados en colecciones de la época. Desde el Bierzo, se podía llegar a la capital maragata por la vía de Manzanal, triste y monótona, o por Foncebadón, más pintoresca, entre las Tejedas y Compludo, dominando el espinazo del Teleno desde los altos de la Cruz de Ferro. Pero la suntuosa y magnífica ciudad de otro tiempo era ahora espejo de la decadencia que se había adueñado del país.
Cuando escribe el Bosquejo…, evoca los años adolescentes del seminario, “A nuestros ojos tiene el encanto de los recuerdos de tiempos mejores que pasaron ya, porque en sus claustros paseábamos, a guisa de peripatéticos, argumentando a voz en cuello sobre las proposiciones del Guevara, y en su refectorio pasábamos los ayunos consiguientes así a la mala calidad de las comidas como a la mejor de las travesuras propias de aquellos años dichosos en que los castigos y encierros estaban compensados con tantas y tan alegres escenas”. Y ahí recuerda también las glorias ganadas ante el francés, que no le pasan desapercibidas en medio del declive; “Las murallas están llenas todavía de balas y tan quebrantadas y ruinosas quedaron por todas partes, que ya no son más que el esqueleto de una fortificación”.
Esta es la ciudad donde vivió dos años escasos, pero eso sí, cruciales en la formación del adolescente que cimentará en los recuerdos y vivencias el edificio de una vida y una obra tan breve como intensa, solo interrumpida por la tisis, el verdadero mal del siglo.
Y eso conmemoramos este año, con nuestros amigos del Bierzo, mientras seguimos leyendo con admiración su obra; porque, frente a otros románticos de más nombre, todo en Gil y Carrasco resulta convincente y verdadero.
A. Martínez Oria
Astorga, febrero de 2015.
(A lo mejor podría incluirse en el artículo esa imagen de Astorga, que he sacado del libro de Pascual Madoz, p. 56)