Fuego Loco

“y hay gente de fuego loco, que llena el aire de chispas.”
El invierno está llegando. Ya se empiezan a notar los primeros fríos y si, como es mi caso, no estás
acostumbrado a las bajas temperaturas, a poco que sople el viento fuera ya uno enciende la
chimenea, seguramente más por el efecto lírico que tiene el ver unos leños ardiendo que por la
necesidad misma de no pasar frío pero después de 20 años yendo y viniendo en manga corta en
pleno diciembre, creo que me puedo permitir esta pequeña y bucólica licencia.
Ahora mismo miro embelesado como las llamas van rodeando al tronco, y me vienen a la mente
esas “dos rojas lenguas de fuego que, a un mismo tronco abrazadas, se aproximan, y al besarse
forman una sola llama”. Es fascinante el poder que el fuego ejerce sobre nosotros, cómo nos
envuelve con su cálido y mortal abrazo mientras lo miramos ensimismados. Quizás el fuego nos
hable, quizás sus llamas hipnóticas llevan un mensaje oculto entre el crepitar de la leña. Quizás la
madera vieja sea eso, un eterno y vetusto mensaje que liberan las humeantes volutas que suben
hasta el cielo…Vuelvo a mirar la chimenea y pienso en el noroeste peninsular. Allí el fuego trajo
muerte y un cielo teñido de rojo, como si se anunciase alguna plaga bíblica. Quizás sea ese el
mensaje: una plaga, que los humanos y humanas somos una plaga, un virus letal que asola todo a su
paso y ante el cual la tierra ya no tiene más lágrimas que llorar. Quizás la tierra se ha secado por
dentro, como otrora se secaron los juveniles corazones de las viejas solteronas que se marchitan en
los pueblos. Quizás sólo le quede la ira, el fuego de la ira que asfixia todo a su paso y ahoga
cualquier hálito de vida. La tierra está gritando de rabia y nosotros hacemos oídos sordos mientras
vamos construyendo un mundo de necesidades inventadas, recalificando todo aquello que nos hace
sentir vivos. Y nos morimos por dentro, de poquito a poco, y nos vamos secando a cada paso, como
la tierra, como las solteronas de los pueblos, como las gargantas sedientas en cualquier desierto.
Pero no nos damos cuenta de esta muerte silenciosa en la que nos estamos convirtiendo. Esta
muerte inexorable que somos sólo oye el ruido de las candilejas, sólo tiene ojos para las luces de
neón y para los trucos de los prestidigitadores.
Vivimos intensamente y con pasión, como hace el fuego, pero el tiempo de las brasas llega pronto.
Y después de las brasas, la ceniza, de la ceniza, el polvo y del polvo… la tierra, la misma tierra que
nosotros violamos con nuestro fuego. Ella nos volverá a acoger, como la madre acoge al hijo en su
regazo tierno, y lloraremos en la tierra lo que no lloramos en el fuego y entonces, sólo entonces,
cantaremos su fresca canción de vida, y todo esto, todas estas llamas y este humo, toda esta ira y
estos leños de la chimenea, todas estas palabras que me arden en el pecho, no habrán sido más que
un sueño, vaporoso, etéreo, que se pierde vagabundo en la noche de los tiempos

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