La gran mayoría de los aficionados de la Deportiva que el domingo pasado acudieron al Toralín para ver la victoria de los blanquiazules sobre el Real Oviedo no sabían, no podrían saberlo, quien fue don Feliciano González Argárate.
Desde hace ya muchos años don Feliciano se fue a vivir a Madrid, donde murió en 2013, nada menos que con 100 años. Varias décadas antes, fue el presidente de la Ponferradina. Un gran directivo, implicado, vocacional y honrado. Un hombre de bien en aquella ciudad de carbón y electricidad, de inmigrantes y sueños. En la que no había sueño más grande, al menos para los niños del fútbol, que la Sociedad Deportiva Ponferradina. El equipo de nuestros héroes y eso que estaba en tercera división. Daba lo mismo: ellos eran los gladiadores del Bierzo que nos representaban por los campos de barro o de charcos de la categoría. Donde jugaban el Medinense o la Toresana, el Guardo, el Hullera o el Sabero. Sin olvidar al Júpiter de León, al Astorga, a La Bañeza, al Atlético de Bembibre, al Laciana de la nieve o a la Unión Deportiva Cacabelense. Más lejos, casi al fin del mundo, quedaban el Juventud de Burgos, el Salmantino, el Ciudad Rodrigo, el Arandina o el aristocrático Europa Delicias de Valladolid. Por aquellos mares del fútbol pobre navegaba la Deportiva, a veces con dominio, a veces con melancolía. Pero siempre bajo la dirección razonable, sensata y buena cumplidora de sus contratos, que personificaba don Feliciano González. Que se pasaba muchas horas en las oficinas del club, entonces un pequeño piso en la calle Eladia Baylina. O Dos de Mayo, no recuerdo bien.
Tenía una tienda de bombillas y lámparas en la avenida de la Puebla, casi esquina con la bajada de Juan de Lama. Un día mi padre me habló de él, de que era el presidente, y me dijo cuál era su negocio. A partir de entonces yo pasaba con mucho respeto por la acera del comercio de don Feliciano, y alguna vez me atrevía a mirar hacia dentro, por verle. Y lo veía. Y él me miraba, pensando: ¿qué querrá ese niño? Y yo solo quería verle y huir.
Porque don Feliciano era nada menos que el jefe de mis ídolos del campo de Santa Marta. El jefe de Carlos y Chispa, de Echevarría, Escalza y Luque, de Enrique y Vizoso, de Martínez y Erviti, de Tonino y de Vela. Y de Escobar, que era hermano de mi tía Carmina y, sin duda, el más técnico del equipo, que por algo había jugado en primera división con el Celta de Vigo. Y con el Real Murcia.
Don Feliciano era muy alto, tenía una gran cabeza patricia y con aire vasco, que su segundo apellido ratificaba. Era serio y sólido y fue un gran gestor de la Deportiva. Un club que casi siempre ha tenido presidentes sensatos y cautos. Y que ahora es un ejemplo para equipos de ciudades parecidas y también mayores. Un club de una población algo remota entonces, mucho menos felizmente ahora, y por tantas razones. Un equipo que ha ascendido de nuevo a segunda para medirse de tú a tú con el Deportivo de La Coruña, el Real Zaragoza, el Málaga, el Sporting de Gijón, el Elche o el Las Palmas.
Ojalá don Feliciano esté al tanto desde el brumoso más allá de este éxito tan grande y a la vez, tan trabajado, tan anhelado. Desde la modestia, el buen criterio, la fe y la alegría. Desde el placer de jugar a este deporte que, como otros, es también, una buena metáfora de la vida, del esfuerzo y la resistencia.
En aquel tiempo, para mí no había hombre más ilustre en Ponferrada que don Feliciano González Argárate.
CÉSAR GAVELA