En memoria de Gil y Carrasco. Cantor de las flores

Andrés Martínez Oria escribe sobre Gil y Carrasco.

Fue el conservador González Bravo, presidente del gobierno, amigo y mecenas de poetas como Espronceda, el propio Gil y Carrasco, y más tarde Bécquer, quien lo nombró secretario de Legación para establecer relaciones con Alemania, entonces reino de Prusia. Era por 1844. Y tras un viaje azaroso, que relata detalladamente en su Diario, tendría ocasión de entrar en la corte de la mano de von Humboldt, nada menos, y ser recibido por Federico Guillermo IV. Ambos tendrían ocasión de conocer los sotos y riberas del Bierzo gracias a las páginas de El señor de Bembibre. Los asuntos de la legación iban encaminados, las puertas germanas, siempre recias, se le abrían a aquel muchacho educado y bien vestido, amable, condescendiente, capaz de comunicarse en francés, inglés y alemán; quién lo iba a decir del estudiante no muy aplicado de Astorga. Pero la tisis que lo aquejaba llegó a su fase última y murió sin ver cumplidos los treinta y un años. Fue triste el final, y hubo que malvender su ropa, muebles y libros para pagar las deudas.

Una década después, en mayo de 1856, rendía homenaje ante su tumba, en el cementerio católico de Santa Eduvigis, Eulogio Florentino Sanz, también secretario de Legación, traductor de aquellos poemas líricos de Heine que tanto habían de influir en Bécquer. Y el abulense de Arévalo deja un recuerdo conmovedor de la visita en un bello poema titulado “Epístola a Pedro”, donde evoca con nostalgia la patria lejana, el sol de España y la memoria del poeta muerto en tierra extranjera. Recuerda entonces el más conocido de sus poemas, “La violeta”, y ve que en su tumba no hay nada sobre el césped marchito, más que la cruz de hierro que pusiera en su día el amigo del difunto, con la inscripción aún legible,

 

A DON ENRIQUE GIL Y CARRASCO

FALLECIDO EN BERLÍN EL 22 DE FEBRERO DE 1846,

SU AMIGO

JOSÉ DE URBISTONDO.

 

Y viéndola tan desamparada, de la tumba cercana de una muchacha corta una violeta y la deposita en la suya. Qué acto tan bello y qué magnífico poema, digno de rescatarse, el dedicado por Sanz al cantor de las flores.

Y no es eso, exactamente; Gil y Carrasco es algo más que el “delicado poeta, melancólico y dulce cantor de las flores”, que decía Antonio G. Orallo en su artículo del 9 de febrero de 1946 en El Pensamiento Astorgano. Pero así le llama también Eulogio Florentino Sanz, “cantor de las flores”. Mas las canta como símbolo de la belleza nacida al azar y destinada a una muerte temprana. Como la muchacha que amó en su adolescencia en Ponferrada, quizá Juana de Dios, hermana de su amigo Guillermo Bailina; ambos hermanos, muertos también en plena juventud. Cruel destino. Pero destino poético, porque ese amor de juventud, como a Dante y Petrarca, le duró siempre, pues vivió, si hacemos caso de sus versos, “sin más amor que la pasión de ayer”.

Gil y Carrasco empezó escribiendo poesía; se sentía a los veintitrés años poeta, siguiendo quizá el ejemplo de su admirado Espronceda, amigo de la tertulia del Parnasillo, el más destartalado de los cafés de aquel Madrid de 1836; y publicó en los periódicos hasta 32 poemas extensos y desiguales, es verdad, pero con momentos de verdadero aliento poético. Quedan en la memoria los dedicados a Torrijos, Campo Alange, Al dos de mayo, Polonia, sometida por los rusos y abandonada cobardemente por Europa; patriotismo, canto a la libertad, que le viene de Byron y Espronceda, a quien dedicó una emotiva elegía en su entierro. Aunque quizá le van mejor las cosas pequeñas, destinadas a perecer; la caída de las hojas, la gota de rocío, la violeta. De qué sirven la juventud y la belleza, si acaba reinando la soledad. Entonces solo quedará el recuerdo de la fantasía infantil. El mundo vagaroso de la ilusión se ha sumergido en la niebla; el corazón está viejo de padecer. Uno de los asuntos recurrentes en su poesía es la distancia del ayer y el hoy, que evoca a través del río de la infancia que fluye sin parar, o en la niebla que desvanece la realidad. Los sueños del ayer son hoy tristeza; el río fluye y es uno el que ha cambiado. Dónde está el agua que se llevó nuestra juventud y nuestros sueños de felicidad. El presente no es más que evidencia de todo lo que hemos perdido; el amor, los padres, el amigo. También las esperanzas de gloria. El amor y la belleza no son más que un sueño que acabará ante una tumba, como esos jóvenes que caminan esplendorosos y enamorados por un llano inmenso y al final serán ceniza; “pobres flores deshojadas”. Así que la vida es una especie de recorrido de expulsión, en medio de la soledad, hacia una tierra extranjera donde al final solo quedará, en visionaria anticipación, “un ciprés y un ataúd”. Romántico al fin y al cabo, no podía faltar esa obsesión por lo sepulcral. Como no falta tampoco la denuncia de la hipocresía de su tiempo. La hipocresía y la corrupción de todos los tiempos. ¿Pero es la marca de época, exigencias del guión romántico, o hay algo de verdad en todo eso? En Gil no podemos dudar de su autenticidad; los largos poemas guardan remansos donde afloran sus sentimientos e intuimos más que vemos lo que llevaba dentro y lo que pudo haber sido de vivir un poco más para retornar a la poesía que había abandonado, quizá convencido de que no era lo suyo. Y sin embargo en Gil había un poeta de talento y sensibilidad, auténtico, que estaba transitando ya de la poesía declamatoria y exaltada del primer romanticismo, el de Espronceda, Rivas o Zorrilla, a otra poesía de lo íntimo, que luego explorarían con más fortuna Bécquer y Rosalía de Castro. ¿Puede escribirse algo más hondo que esto que leyó en el entierro de su amigo Espronceda?,

 

¿Qué tengo yo para adornar tu losa?

Flores de soledad, llanto del alma.

 

Es muy joven, y sin embargo está ya en el camino acertado, que desemboca en la gran poesía del siglo XX; Juan Ramón, Machado, Cernuda. Claro que Bécquer conocía la poesía de Gil y Carrasco, ¿no late en los versos del sevillano la voz del villafranquino?,

 

Y volverán las trovas de alegría

En sus ecos tal vez a resonar.

 

Son versos de “La violeta”. Evoca en el poema la pureza de la flor y no quiere inclinarse sobre ella para no mancillar su tesoro. Es evidente que no está hablando solo de flores, sino de algo más; de la belleza, del amor idealizado y candoroso, de renuncia,

 

Yo te buscaba orillas de la fuente,

Yo te adoraba tímida y gentil.

Porque eras melancólica y perdida,

Y era perdido y lúgubre mi amor.

 

La violeta es “emblema de mi vida y mi destino”, dice, y ahí se contiene la esencia de su lírica: ansia de soledad y alejamiento, pureza y levedad, belleza que presagia, en su color morado, lo verdaderamente luctuoso; la brevedad de la existencia. ¿No estará hablando también de aquella muchacha que amó en su primera juventud, muerta en la flor de la vida? En realidad, de todas las esperanzas humanas que el tiempo va convirtiendo en violetas nacidas al azar y destinadas a una existencia tan bella como breve; la ilusión convertida en desengaño,

 

Mas la ilusión voló con su pureza,

Mis ojos, ¡ay!, no la verán jamás.

 

¿No está también el Machado que canta a Leonor en esa certeza de la pérdida definitiva de lo que hemos amado?

En aquella visita a la tumba del poeta muerto lejos, el bueno de Eulogio Florentino Sanz accedía a cumplir lo que pedía Gil en sus versos,

 

Ven mi tumba a adornar, triste viola,

Y embalsama su oscura soledad;

Sé de un pobre césped la aureola

Con tu vaga y poética beldad.

 

En ese poema –como en “Meditación” – está el pasado y el futuro, porque el poeta de verdad es visionario y anticipa. De eso habla en realidad Gil y Carrasco en su poesía, con mayor o menor acierto formal. Sus versos se concentran en muy poco tiempo, desde diciembre de 1837 a los albores de 1839. Luego, quizá consciente de sus limitaciones, guarda silencio y deja de cultivarla. En su poesía hay textos de valor incuestionable, como “La violeta” o “La caída de las hojas”, pero a pesar del ripio y el lugar común, la hojarasca y el momentáneo desacierto, son muchos los momentos que nos sacuden por su sabor a verdad. La crítica, mediatizada desde los tiempos de Lomba y Pedraja, no ha sentido demasiado afecto por su poesía, y quizá está reclamando una lectura nueva y sin prejuicios. Es lo que podemos hacer en memoria de un escritor cuya obra, como ocurre inevitablemente con los grandes, se agiganta a medida que pasa el tiempo.

Martínez Oria, marzo, 2015

 

 

 

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