Sergio González La procesión del Santo Entierro y la de la Virgen de la Soledad pusieron fin al Viernes Santo en Astorga. En la procesión de la tarde, recorrieron las calles de la capital maragata el Yacente de Gregorio Español, protagonista del Acto del Desenclavo que tuvo lugar en la plaza de España (Mayor), la Urna (1764), que se pudo contemplar en la exposición de las Jornadas del Santo Sepulcro, el Cristo crucificado (1560), el paso del Descendimiento de José Romero Tena (1923) y la Cruz Dorada (1789).
Ante la atenta mirada de cientos de personas y de las autoridades eclesiásticas, civiles y militares de la ciudad, se representó la muerte de Cristo en la Cruz. A su lado, la Virgen Dolorosa y San Juan ‘el Guapo’ contemplaron cómo los cofrades le retiraban los clavos y lo depositaban en la Urna. En la procesión del Santo Entierro participaron el Regimiento de Artilleria Lanzacohetes de Campaña nº 62, la Banda Municipal de Música de Astorga y la Banda de Gaitas ‘Sartaina’.
El cortejo del Santo Entierro, organizado por la Cofradía de la Santa Vera Cruz y Cofalón, recorrió los rincones de la capital maragata hasta llegar de nuevo a su santuario, en donde los pasos de la Virgen y de Juan lloraron la perdida de Cristo mientras un Salve popular solemnizó el momento.
Al terminar el día, la Cofradía de Jesús Nazareno y María Santísima de la Soledad, sacó a la Cruz Verde, a la Farola, a San Juanín y a la Virgen de la Soledad.
La Virgen, protagonista de la procesión fue seguida de cientos de fieles hasta parar en el Convento de ‘Sancti Spiritus’ donde las monjas le cantaron un motete a la Soledad mientras los braceros la elevaban hacia cielo. El desfile culmino con el Salve popular, una oración de y la entrada de la Virgen al Cabildo.
Orígenes del Viernes Santo
El Viernes Santo es el segundo día del llamado Triduo Pascual, el periodo durante el cual la liturgia católica conmemora la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. En concreto, el Viernes Santo se recuerda la muerte en la cruz del fundador del Cristianismo.
Según la tradición cristiana, Jesucristo murió a los 33 años y a las 3 de la tarde. Según narran los Evangelios, los sumos sacerdotes -las autoridades religiosas de la época- conspiraban contra Jesús de Nazaret porque este se proclamaba “el Hijo de Dios”; lo consideraban un “alborotador”.
Jesús ante Pilato
Estas autoridades y quienes les apoyaban decidieron llevar a Jesús ante Poncio Pilato, quinto prefecto de la provincia romana de Judea entre los años 26 y 36 d.C. Este en principio no vio culpa en Él para condenarle, pero finalmente se avino a la presión de una multitud que clamaba por su crucifixión.
Según el Evangelio de Mateo, Pilato entonces se lavó las manos con agua a la vista del pueblo, proclamándose “inocente de la sangre de este justo”. Este gesto de ‘lavarse las manos’ es el origen de la expresión que llega hasta nuestros días.
Como era costumbre liberar a un reo por la fiesta judía de la Pascua, Pilato decidió soltar a uno muy conocido llamado Barrabás, cediendo así a la presión de los manifestantes.
Despojado y humillado
Siguiendo el relato de los Evangelios, a Jesús le despojaron de sus vestiduras, las cuales se echaron a suertes, le colocaron una corona de espinas en la cabeza, y le golpearon, le escupieron y le escarnecieron.
Le hicieron cargar con su propia cruz hasta un pequeño monte a las afueras de Jerusalén llamado Gólgota, lugar del calvario o de las calaveras, debido a la forma de calavera que tenían las rocas de una de sus laderas.
En el Gólgota o Calvario fue crucificado entre dos ladrones y bajo un cartel que decía ‘Jesús el Nazareno, Rey de los Judíos’, origen de las siglas y de la expresión INRI. Según el Evangelio de Juan, los pontífices de los judíos protestaron a Pilatos, pidiéndole que cambiara la redacción por “él ha dicho: yo soy el Rey de los Judíos”. Pero Pilato se lo negó con esta famosa réplica: “Lo escrito, escrito está”.