Así le llamábamos en casa, también en otros hogares. El pobre de Villafranca venía a pedir limosna una vez al mes, con puntualidad escandinava. Era joven y vestía siempre con un traje de chaqueta gris, tremendamente sucio, que brillaba de tan sucio. En el invierno añadía a su atuendo un gran jersey igualmente gris, de cremallera. Era alto, era extraño, llevaba boina y una bolsa. Y llegaba a Ponferrada en el coche de línea: aquellos autocares de la empresa Fernández que tenían una trasera muy redondeada, como un inmenso balón partido por la mitad.
Los autobuses de Fernández eran también grises, con alguna raya negra. Igual que el pobre. Cuya vida era muy gris, claro, aunque parecía elegida. Porque daba la impresión de que le gustaba su oficio, libre y solitario. Que él parecía ejercer con disciplina, con mucho orden en sus rutas, ferias, mercados y fechas.
Yo era adolescente, pero ya me gustaba mucho observar a las personas, y el pobre de Villafranca era un mendigo fascinante. Nada que ver con el desfile de pordioseros que pasaban por casa, la mayoría viejos y caóticos de aspecto, todos en busca de dinero, pan, cariño o dulzura. El de Villafranca era todo un profesional de la mendicidad. Un hombre que recorría muchos hogares de la zona de la Puebla, todos los que podía antes de regresar a Villafranca en el último autocar de la jornada. Con sus limosnas, y también con su olor de calle, de monte, de poca higiene, de mucho olvido, y de una soledad a la que debía de estar muy acostumbrado.
Era parco en palabras, pero nunca se olvidaba de preguntar por mi madre, por si estaba en casa. Y si la respuesta era afirmativa, una gran sonrisa se dibujaba en sus labios. Sonrisa que parecía de hombre de pocas luces, que él acompañaba de una mirada entre asustada y lela.
Así lo veía yo siempre en las muchas veces que le abrí la puerta. Y después de que sonara, tímido y peculiar, el timbre. Solo él era capaz de sacar aquel eco, temeroso, humilde, dubitativo. Ese detalle nimio siempre me cautivó. Como si fuera un elemento más de su melancolía, de su vida humilde, de su aceptación de la suciedad y el tedio. ¿Cómo lograba aquel sonar y casi no sonar, a la vez, del timbre?
Una mañana, sin embargo, hice un inesperado descubrimiento. Sucedió así: escuché el plañidero timbrazo, y en lugar de abrirle la puerta, me acerqué a la mirilla, y lo observé. Sus ojos entonces, su actitud, sus gestos, eran los propios de un hombre perfectamente dotado de rapidez mental, de inteligencia. Yo demoré mi apertura, dije que esperase un poco. Quería seguir disfrutando de aquel espectáculo. Me alejé un poco de la puerta, le dije a voces que en unos minutos le abría. Luego, sinuoso, regresé a la mirilla. El pobre, confiado y seguro de mi tardanza, estuvo contando el dinero que llevaba recolectado aquel día, hizo luego ademanes de quien parece estar confirmando alguna cábala, o de quien organiza determinada tarea inminente. Estaba más que ducho en la vida, haciendo tiempo en actitud serena y provechosa.
Luego yo dije, desde el otro lado de la puerta: “¡Ahora ya le abro!”, y entonces comprobé cómo el pobre de Villafranca, sabio actor de la miseria, cambió automáticamente el aire de su rostro, le dio estupor a sus ojos saltones, y convirtió su seriedad de contable de monedas y viandas en la sonrisa boba que ponía cada vez que aparecía en el descansillo. Descubrir aquel teatro me pareció escandaloso. Pero no lo era: se trataba de un modo de vivir, tan respetable o indigno como cualquier otro. Y mucho más inofensivo que el de tantos farsantes principales, del dinero o del poder. Nada parecido a la humilde picaresca de aquel hombre de gris que se marcharía luego, pronto, que ya era algo tarde, a su autocar de trasera redonda y gris, camino de Villafranca.
CÉSAR GAVELA