Hace años una característica de la figura muy femenina de la juez Alaya llamaba mi atención: su mirada lejana y siempre ausente, como también ausente siempre su sonrisa, siquiera protocolaria. Más tarde, al conocerse que la jueza padecía de neuralgia del trigémino, lo comprendí.
Su cara de pasmo no respondía al desaguisado que le tocaba investigar –hubiera sido causa justa– sino al trigémino. Ese nervio que recorre la cara y que acucia los ojos, la boca, los senos nasales… hasta llegar al cerebro y que en algunas personas convierte ese camino en un vía crucis llevado al límite. El dolor imposible suele agarrarse a un lado del rostro, torturando los alrededores del ojo y parte de la cara. Y de forma continua, no esporádica. De pena.
Y lo comprendí porque ese asunto del trigémino lo había vivido de cerca dos veces a lo largo de los años. La primera fue allá por el principio de los setenta, antes de mi aventura brasileña y de que Allende bajara a los infiernos de la mano poco piadosa de Pinochet, tan esforzado él en librar a Chile de las malas hierbas que el jardinero del norte señalara. Y cito mi aventura brasileña como engenheiro dos grandes computadores –como me llamaban por allí– porque ella me libró de soportar por un tiempo a un señor, que además era mi jefe, atormentado las más de las veces y que, en lugar de despachar los asuntos de rigor, al verme generalmente decía retorciéndose la cara: ¡Es el trigémino!
Un año después, ya de vuelta en Madrid, una noche, de madrugada, tuve que salir corriendo a la llamada de un colega para evitar que este hombre se arrojase al vacío, como amenazaba, desde uno de los pisos más altos del edificio de Azca donde vivía. Entonces no lo achaqué al trigémino, que seguía siendo para mí una curiosa palabra asociada a este hombre tan raro.
Sin embargo hace pocos años me volví a encontrar con el nervio jodón en una persona admirable. Uno de mis autores, diplomático él e historiador de los buenos, en un paseo por Bruselas donde me descubría nuestro extraordinario pasado enterrado bajo los adoquines que pisábamos –literal–, le pregunté por las profundas ojeras que portaba, más parecidas a unas gafas de sol que a la consecuencia probable de un profundo cansancio. Y me explicó lo del trigémino. Y el vía crucis en que había convertido su vida. De forma tan precisa que por primera vez fui consciente de lo que realmente significaba. Y recordé a mi extraño jefe de antaño.
Estos días es noticia el que a la jueza Alaya no le dejan seguir con la cosa de los eres y yo me alegro. Como creo que se alegra ella aunque no lo diga.