El guá

A veces, cuando el día se apaga despacio y el silencio se cuela entre las rendijas del recuerdo, vuelvo a verme allí, en la arena tibia del jardín de Astorga o en alguna de esas calles sin asfaltar, quizás cerca del colegio Blanco de Cela, donde la infancia se jugaba a todo corazón.

Éramos niños de pantalones cortos, de calcetines ingleses altos que se deslizaban sin remedio, y de zapatos Gorila, indestructibles como nuestra ilusión. Corríamos tras el guá, ese juego que hoy parece una palabra inventada, mientras las canicas, con sus entrañas de colorines líquidos, rodaban por el polvo dibujando órbitas que solo los dioses de la niñez comprendían.

Entrar en la tienda de chucherías El Pirulí, frente al lateral del Hospicio, era como cruzar el umbral hacia un mundo encantado donde todo brillaba un poco más; los mostradores de cristal, que a nuestros ojos de niños parecían murallas gigantes, estaban colmados de cientos de canicas y dulces de todos los colores imaginables, que despedían un aroma a azúcar tan embriagador como inolvidable. Detrás del expositor, envuelta en su eterna toquilla granate y su cabello blanco como las nubes de un domingo sin escuela, nos recibía siempre la madre de Luis —creo recordar—, con una paciencia infinita para nuestras dudas, nuestras risas y hasta nuestras pequeñas travesuras. Aquel lugar tenía el tiempo suspendido, como si el mundo se detuviera un momento para dejarnos soñar con los bolsillos llenos de pitos, caramelos y las manos pegajosas de felicidad.

Recuerdo las manos sucias, las rodillas raspadas, los codos llenos de historia. Pero también el alma limpia, intacta, como el primer día. Había quien venía con bolas de acero, más grandes, más duras, más injustas. Eran los abusones, los que ganaban siempre, los que se llevaban nuestras canicas como trofeos de una guerra silenciosa. Nosotros callábamos, con la rabia contenida, pero sin rencor, porque la tristeza de perder se curaba pronto con una nueva risa, con una carrera, con otra partida.

Aquel mundo era tan pequeño como un puño cerrado y tan grande como la imaginación de un niño. Y aunque el tiempo haya barrido la arena y asfaltado las calles, a veces, cuando todo calla, vuelvo allí. Vuelvo a jugar al guá. Vuelvo a ser niño.

 

Alejandro J. García Nistal

 

Un comentario en “El guá

  1. Que romantico , pero le falta un detalle en cuanto a los pitos; en mi tiempo , lo pitos no tenían colorines era: de acero y llamados de china , color burdeos o verde , creo. Bueno ya tambien recorde que juegos tan sencillos y que ilusin. ganarle al colega unos pocos.

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