En los inicios de la Edad Moderna, aunque no de forma común ya, se daban todavía caballerescas fórmulas para evitar enfrentamientos militares a vida o muerte, costumbre esta que deberían aprender nuestros políticos en sustitución del enfrentamiento total, destrucción incluida, a que nos tienen acostumbrados, eso sí, sin que de momento, y espero que nunca más, la sangre haya de llegar al río.
Viene esto a colación porque, leyendo y disfrutando de las andanzas del Gran Capitán (Don Gonzalo Fernández de Córdoba) por tierras italianas en los finales del s. XV y principios del s. XVI, de la mano del General José Manuel Mollá Ayuso y su libro “Historia y Leyenda del Gran Capitán”, con el fascinante relato de las campañas italianas de los Ejércitos españoles contra el francés, he querido trasladar a nuestra España actual un hecho muy característico y, por qué no decirlo, hasta un punto divertido: el “Desafío de Barletta”
Nos cuenta Mollá Ayuso en su muy documentado trabajo sobre el Gran Capitán, que estando este acantonado en Barletta, a orillas del Adriático, con el superior ejército francés en la misma situación, acuciándole y no muy lejos de allí –en guerra aún no declarada– y a la espera de refuerzos y avituallamiento que habrían de llegarle por mar, propuso al virrey de Nápoles una estrategia, acorde con los usos de la época y para ganar el tiempo que necesitaba, que consistía en un duelo entre once caballeros españoles y once franceses, a caballo y bien armados, en el que la victoria de uno de los equipos determinaría si la caballería pesada francesa era o no superior a la española, dando valor o quitándoselo al chascarrillo francés que establecía la superioridad gala.
El enfrentamiento fue aprobado por el virrey y tuvo lugar en la ciudad de Trani, controlada por las tropas venecianas –neutrales a la sazón– y a mitad de camino entre españoles y franceses, con algunas condiciones como que solamente se utilizarían armas blancas (ya saben, cuchillos, espadas…), y que el encuentro sería arbitrado por ellos, los venecianos, así como la seguridad y policía del mismo.
Y de esta guisa los dos onces durante más de cinco horas se dieron de mandobles y porrazos hasta quedar extenuados, descabalgados y algunos incluso muertos. Un grupo de siete franceses, protegidos por sus caballos muertos, aún seguían dando guerra sin que los españoles pudieran terminar con ellos. A lo que, vista la situación y que la noche se echaba encima, los franceses optaron por dar la razón a sus contrarios admitiendo que la caballería pesada española era tan buena como la propia y que aquí paz y allí gloria.
Sin embargo, a pesar del acuerdo con la conclusión de la mayoría del equipo español, uno de ellos, conocido por su envergadura y mala leche, el capitán Diego García de Paredes, apodado “El Sansón de Extremadura” y harto conocido por los distintos ejércitos de su época, dijo que naranjas hasta la victoria total y arremetió a pedradas contra los franceses utilizando para ello las enormes piedras del cercado que rodeaba el encuentro.
Así pasó su buen tiempo ante el desconcierto de los presentes hasta que los jueces venecianos, hartos ya del espectáculo al que vieron le faltaba el fin, y clarín al aire, decidieron darle tablas al desafío y de nuevo todos a casa.
A los pocos días, el 13 de setiembre de 1502, el Rey Católico declara la guerra a Francia sin haber llegado los refuerzos que esperaba Don Gonzalo, pero eso es otra historia…
Visto lo visto y considerando el brutal enfrentamiento actual –sin sangre, insisto, y que nunca llegue–, en que los políticos nos hacen militar a los españoles, sumidos desde hace tiempo en este coro de mandobles y porrazos, más valía que unos cuántos se reunieran en la plaza de toros de Las Ventas, de vez en cuando, y portaran sus obligados y necesarios acuerdos, después de su desfogue, a los escaños del Congreso de los Diputados con la armonía necesaria y las heridas ya curadas.
Yo, desde luego, me apunto a la veneciana labor de soplar el clarín y no al desfogue del capitán García de Paredes, aunque no por falta de ganas…
Juan M. Martínez Valdueza